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La absolución imposible que pide Torra

Carles Puigdemont y Quim Torra

Alfonso Pérez Medina

En vísperas de otra Diada que volverá a poner de manifiesto que varios cientos de miles de catalanes se han hartado de España y de sus dirigentes políticos, el independentismo se encuentra en la tesitura de decidir si enfoca el juicio que se celebrará en el Supremo contra los promotores del referéndum del 1 de octubre y la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) con las armas jurídicas de las que dispone o como una simple 'performance' para ensanchar su base electoral. Es decir, si juega el partido que se disputará a finales de año en el alto tribunal o lo da por perdido antes de que empiece, limitándose a proclamar que nada tiene que ganar porque el árbitro, a su entender, está comprado.

El discurso con el que el president de la Generalitat, Quim Torra, ha dado este martes por iniciado el curso político apunta más a la segunda vía que a la primera porque, a las palabras sobre la búsqueda  de “una solución política” basada en el “diálogo y la negociación” para resolver “bilateralmente” el “gravísimo conflicto entre España y Catalunya”, se unió esa advertencia de que no aceptará “una sentencia que no suponga la libre absolución” de sus compañeros de filas. Advertencia que se tornó en amenaza al día siguiente cuando apuntó, en compañía de Puigdemont, que si no se produce una absolución global, planteará al Parlament la posibilidad de abrir las cárceles a los políticos catalanes.

Además de la aniquilación del Poder Judicial en Catalunya a manos del Legislativo que supondría esa quimérica decisión, se da la circunstancia de que la absolución global que reclama Torra es prácticamente imposible porque el suelo jurídico en el que se mueven los independentistas es el que el propio Tribunal Supremo impuso a los promotores de la consulta del 9 de noviembre de 2014, que fue asumida por grupos de voluntarios para tratar de desvincularla de la actuación del Gobierno de Artur Mas.

El año pasado un tribunal encabezado por el presidente de la Sala Segunda, Manuel Marchena, condenó al exconseller de Presidencia Francesc Homs a la inhabilitación de cargo público por un periodo de un año y un mes con una multa de 30.000 euros por desobediencia grave al Tribunal Constitucional. Homs, además, fue absuelto del delito de prevaricación del que le acusaba la Fiscalía por quedar absorbido en el de desobediencia, y habría sido condenado también por malversación si la acusación pública no hubiera decidido, generosamente, retirar la acusación por este delito, que conlleva penas de hasta 12 años de cárcel para gastos injustificados superiores a los 250.000 euros.  

Por mucho que el president de la Generalitat se empeñe en defender que los dirigentes independentistas deben ser exonerados de toda responsabilidad porque “votar no es ningún delito”, a la Fiscalía del Tribunal Supremo no le costará demasiado dejar probado en el juicio que al menos durante dos legislaturas y cinco años, como apuntaba el auto de procesamiento del juez Pablo Llarena, el Parlament desoyó “de manera tenaz y perseverante” las prohibiciones que le hizo el Tribunal Constitucional para frenar el proceso secesionista. A día de hoy, nadie duda en el Supremo de que los procesados serán condenados, como mínimo, por desobediencia y prevaricación. Y de ahí para arriba.

Salvada la obviedad de que la Cámara catalana se saltó las disposiciones del Constitucional y dinamitada momentáneamente, con el comunicado conjunto de todos los miembros del Govern de Puigdemont, la posibilidad de que algunos acusados tengan la tentación de reconocer los delitos y buscar acuerdos de conformidad con la Fiscalía, la batalla que le queda por librar a los independentistas en el juicio es la de intentar demostrar que los sucesos de octubre no constituyen un delito de rebelión porque las movilizaciones fueron pacíficas y los episodios violentos que se produjeron se limitaron a una serie de desórdenes públicos sólo achacables a la minoría de manifestantes que los protagonizaron y a los agentes de la Policía Nacional que se propasaron, de forma vergonzante, en el uso de la fuerza.

O como mucho, a una conspiración para la rebelión que no llegó a consumarse -lo que rebajaría las penas a una horquilla de entre tres y siete años- o a actos de sedición puntuales imputables sólo a sus responsables, y no a todos los acusados, en los dos acontecimientos en los que la multitud dificultó la actuación de las Fuerzas de Seguridad mandatadas por la autoridad judicial: el registro de la Consellería de Economía los días 20 y 21 de septiembre y el desalojo de los colegios electorales el 1 de octubre.

Una pelea que pasa también por cuestionar la acusación general de malversación para todos los procesados y acotarla a los responsables de los departamentos que aprobaron las partidas que la instrucción ha demostrado como más evidentes, como los 119.000 euros que el Diplocat pagó al organismo The Hague Center for Strategic Studies para pagar a los observadores internacionales que se desplazaron a Catalunya el día del referéndum, y que la Generalitat justitificó como “una acción exterior multidimensional en el entorno de la Unión Europea”.  

Y finalmente, para denunciar ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU y, sobre todo, ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, las decisiones más controvertidas adoptadas por el juez Pablo Llarena, como la de impedir que diputados electos como Oriol Junqueras, Jordi Sànchez o Jordi Turull acudieran al Parlament de Cataluña para tomar posesión de sus actas o, en los últimos dos casos, para asistir a sus debates de investidura como presidentes.

En esa encrucijada se mueven Torra y el independentismo: acudir al juicio con los pies en la tierra y atacar los puntos débiles de la instrucción de Llarena; o seguir mirando a la luna y haciendo promesas que difícilmente se podrán cumplir.

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