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Buena muerte para una vida digna

Ángel Hernández y María José Carrasco pusieron cara en 2019 a la reivindicación de una muerte digna.

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Seguramente sean muy pocas las personas que, en nuestro entorno, no hayan pensado alguna vez sobre la cuestión de cuándo y cómo morirán y de qué manera querrían que esto ocurriera, aunque no siempre nos atrevamos a darnos una respuesta. Porque, desde luego, todos los seres humanos –y solo los seres humanos– somos conscientes de que un día llegará el final.

Somos también conscientes del sufrimiento que muchas personas padecen a consecuencia de enfermedades o accidentes que causan gravísimas dolencias, discapacidades y limitaciones, sin remedio médico en muchos casos. Lo vemos a diario en nuestros espacios más cercanos. También somos conscientes de estos sufrimientos por los valientes testimonios públicos de personas que, encontrándose en situaciones terribles, han pedido-exigido que se les ayudara a morir –solamente mencionaré, por todas, en homenaje a su valor, a Ramón Sampedro, Inmaculada Echevarria, Maribel Tellaetxe y María José Carrasco–. Sin olvidar nunca las expresiones de máximo amor de las personas cercanas que o bien les ayudaron a ello o bien lucharon y siguen luchando para que las cosas cambiaran.

Y ello, en el marco de un debate iniciado, en nuestra época contemporánea, a mediados del siglo XIX –¡ya ha llovido!–, intensificado en el siglo XX y ahora tampoco finalizado en absoluto en el siglo XXI, con un primer hito desde el punto de vista de su regulación, situado en 1906, en el que se produjo ya una intensa controversia jurídico-médica en los Estados Unidos en un primer intento para legalizar la eutanasia.

Sabemos que “eutanasia” significa “buena muerte”, algo que todo el mundo quisiera tener, cada cual a su manera o esperando que la naturaleza y la suerte se alíen para que así sea. Y, hoy, la “buena muerte” la asociamos también a una muerte que, en determinadas circunstancias de padecimientos, se produzca en el momento, el modo y el entorno deseados por la persona que los sufre. De hecho, por ejemplo, en los Países Bajos la ley que la regula se denomina “Ley de terminación de la vida a petición propia” y en Canadá “Ley de ayuda médica para morir”, en títulos bien ilustrativos de su contenido y finalidad esenciales.

Pues bien, como ya todo el mundo conoce, el pasado jueves 17 de diciembre el Congreso aprobó por amplia mayoría la proposición de la denominada “Ley Orgánica para la regulación de la eutanasia”, siendo así, según se dice, el sexto país del mundo en abordar esta cuestión, pendiente solamente de su aprobación por el Senado.

El preámbulo de esta ley expresa con claridad cuáles son sus razones y sus objetivos: se crea este nuevo “derecho individual” a la eutanasia; se define la eutanasia como “la actuación que produce la muerte de una persona de forma directa e intencionada mediante una relación causa-efecto única e inmediata, a petición informada, expresa y reiterada en el tiempo por dicha persona y que se lleva a cabo en un contexto de sufrimiento debido a una enfermedad o padecimiento incurable que la persona experimenta como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios”; se conecta con el derecho a la vida, pero también con los valores de la dignidad humana, la libertad –incluida la ideológica y de conciencia– y el derecho a la intimidad; reconoce que no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa en contra de la voluntad de la persona –clave del núcleo de la regulación–; y concluye que el Estado debe crear el régimen jurídico que establezca las garantías y la seguridad jurídica necesarias.

Y esto es lo que hace la ley al regular el modo de ejercicio de este derecho “a solicitar y recibir la ayuda necesaria para morir”, en lo que se instituye como una “prestación” incluida en la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud, de financiación pública, y cuyo procedimiento y garantías se detallan ampliamente. Siendo de destacar la doble posibilidad de realizar la solicitud en cualquier momento o bien haberlo suscrito previamente en testamento vital o documento equivalente, lo que permite anticiparse a posibles situaciones futuras, como ya es conocido por estar regulado –con las limitaciones sabidas– en la Ley 41/2002, reguladora de la autonomía del paciente.

Prestación que, también es de destacar, podrá prestarse en dos modalidades: bien mediante la administración directa a la persona paciente de una sustancia por el profesional sanitario competente, bien mediante la prescripción o suministro a la persona paciente por el profesional sanitario de una sustancia para que esta se la pueda auto administrar y causar su propia muerte, previéndose asimismo que la ayuda para morir se pueda prestar en centros sanitarios –tanto públicos como privados– y también en el domicilio de la persona. De esta concreta regulación se desprende la clara y firme voluntad de la ley de respetar en este último momento de la vida la dignidad, la libertad y la intimidad personales.

Por último, además de regular el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios y otras cuestiones no menores, se reforma, en imprescindible pronunciamiento, el artículo 143 del Código Penal para despenalizar el hecho de causar o cooperar activamente a la muerte de una persona cumpliendo lo establecido en esta ley, manteniendo la sanción a quien lo haga al margen de la regulación legal.

Cada persona vamos a tener a partir de ahora, como debió haberlo sido hace ya tiempo o siempre, la decisión libre y consciente sobre el momento y el modo de morir, cuando concurran las circunstancias dichas, lo que, sin duda, va a repercutir también en nuestras vidas presentes. No es en modo alguno infrecuente ver añadido, paradójicamente, a la natural incertidumbre y al natural miedo humano a la muerte, el miedo a la propia vida, a una vida no querida, no considerada suficientemente digna o que causa, para sí y para personas cercanas, unos sufrimientos que no se quieren ya soportar. Va a ser posible ejercer nuestra libertad –tan difícil siempre– sin que el Estado lo impida y lo castigue, sino contando con su imprescindible y debida ayuda para bien morir. Saber que podemos tener la oportunidad de tomar estas decisiones nos va a facilitar, sin duda, el bien vivir. El Estado no podía seguir impidiéndolo. Reconocer este derecho es hacer política, de la troncal, de la que desarrolla derechos y valores constitucionales esenciales.

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