El canario en la mina de carbón
El objeto más peligroso que le hallaron encima fue un lápiz de cinco centímetros
Disculpen que me aproveche de esta última oportunidad de hablar de cosas verdaderamente importantes. Quizá no haya otra hasta, al menos, el próximo verano, pero no lo daría por sentado. La semana próxima, no se preocupen, volveré a ocuparme de lo urgente, que solo a veces es una cresta de lo importante, y las más de las ocasiones no es sino un fuego fatuo con el que nos quieren distraer de ello. La ficción es melodía y el periodismo, nuevo o viejo, es ruido. Lo dijo Vonnegut y llevaba razón, claro. Es un ruido necesario, casi siempre, y un ruido que pretende aniquilarnos o desconcertarnos al menos, en su versión patológica. Pero eso ustedes ya lo saben.
Para Vonnegut –al que querrán leer nada mas terminar esa columna– “los escritores son células especializadas en el organismo social. Células evolutivas”. O deberían. Por eso, aunque él escribió esto mucho antes, llega la hora de recordarlo y de subrayar con él que los escritores –también los que son además periodistas– tienen la obligación política y social de poner de relieve las cosas importantes.
“Un escritor es el canario en una mina de carbón”. ¡Cuántas vidas de mineros salvaron los canarios! Para los muy millennials hay que recordar la particularidad de estos animales ante la inhalación de CO2: “Cuando la concentración supera las 2.000 ppm (0,2%) el canario muestra síntomas muy agudos muy rápidamente mientras que una persona debería estar inhalando esa proporción de gas durante al menos 30 minutos para verse seriamente afectada”. Un canario caído era la indicación de que el grisú estaba manando y el pistón de salida para la vuelta urgente de los trabajadores a la superficie.
Un escritor es el canario en una mina de carbón. Un escritor cae desplomado unos minutos históricos antes de que la humanidad se intoxique sin remedio. Es la voz de alarma, la única posibilidad de ponerse a salvo. No es que la historia no nos haya proporcionado canarios-testigo, es que se ha producido el incomprensible caso de que viéndoles caer, nadie les ha hecho caso. Puede ser, como algunos de ellos han comentado, que una cosa sea saber las cosas y otra el momento en que pueden ser dichas para ser entendidas. Puede ser, aunque es más probable que, a pesar de haber sido enunciadas, simplemente no queramos ni saberlas ni entenderlas.
Vonnegut publicó en 1985 una novela titulada Galápagos. Hace décadas que no se reedita en castellano. La consideraba su mejor novela. En ella la humanidad no sobrevive a la profanación ambiental, al menos no en la forma física que llamamos humana. Una crisis financiera bloquea la economía mundial y, al poco, una nueva infección desconocida convierte en estériles a todos los que la contraen. ¿Todos? No, hay un pequeño grupo que navegaba embarcado y que ha embarrancado en una isla a la que no llega el virus. Están desconectados de todo y pueden reproducirse, mas va pasando el tiempo y se produce el proceso de la evolución de la especie. Los descendientes de los náufragos acabarán siendo algo parecido a focas, con posibilidad de sobrevivir en aquel medio. Adaptación.
Nadie nos dice a veces que la ciencia ficción o la distopía son la forma en la que los escritores cumplen su función de canarios, avisando.
George Turner publicó en 1987 una novela titulada en castellano Las Torres del Olvido, que yo leí durante el confinamiento y que les recomiendo encarecidamente. Transcurre en Australia entre los años 2044 y 2063. El mundo está superpoblado y la mayoría de la población empobrecida vive del salario estatal en torres inmensas de hasta 80 pisos. El clima se ha desestabilizado y el mar ha invadido las costas. Algunos de estos complejos de torres han sido inundados en sus primeras plantas. Los excesos demográficos, el sol perpetuo y el colapso económico derivado de todo ello se une a una epidemia desconocida que asuela a los habitantes. Como dice uno de los personajes, Francis: “el capitalismo murió porque había llegado a sus límites. Los pobres, es decir la mayoría, podían comprar únicamente artículos de primera necesidad, y la catástrofe se abatió sobre los fabricantes cuando la primera necesidad se convirtió inexorablemente en lujo”. Ese canario ya cantaba una melodía que muchos estratos del mundo occidental no quieren oír. Las gentes que nos muestra Turner ya no hacen huelgas ni protestan ni se oponen a la injusticia radical en la que viven, porque “ya nadie cree en un futuro mejor”. Pero sobreviven. Adaptación.
¿Es casual que ambas obras fueran escritas con dos años de diferencia en la década de los ochenta? Podría asegurar que no. No se trata de plagio ni inspiración, se trata de que en los ochenta los escritores, con su sensibilidad de canario, ya eran capaces de respirar el peligro. Probablemente entonces el problema ya era demasiado grande, arrancando como arranca de la Segunda Revolución Industrial, pero ya va siendo hora de que asumamos que los mayores saltos en el progreso se han producido tras el descubrimiento de una fuente ingente de energía que fueron los combustibles fósiles, que parecían inagotables e inocuos. No fueron ni una cosa ni la otra. El mundo es finito, incluso para el mineral radioactivo que predican algunos. Es absolutamente improbable que descubramos y pongamos en marcha fuentes alternativas que proporcionen tanta energía, tan rápido y de forma tan exponencial. Incluso si la transición no se viera interrumpida por la acción de la voluntad puramente humana –como ha sucedido ahora con Putin– es muy difícil encontrar fuentes de energía que satisfagan esa necesidad de crecimiento infinito y de consumo infinito. No es ideología, es la verdad. Ni el hombre es eterno ni los recursos de la tierra son inacabables.
De manera que ya nos lo estaban cantando en los ochenta, pero ahora, cuatro décadas después, cuando ya somos capaces de visualizar los efectos del grisú mientras las pruebas se amontonan, todavía hay quien las niega. ¿Es el sino de la humanidad? Otros acunan otras ficciones, esas en las que la especie emigra en busca de otros mundos que esquilmar. Ni Musk ni Bezos son profetas de la humanidad. Esa salida solo sería de las élites.
Ni ellos ni nadie tiene la solución cierta. Solo atisbos de por dónde no debemos ir y por dónde parece menos suicida avanzar. Ni siquiera el riesgo es el mismo para todos. Mientras África y otras zonas ya sufren al máximo las consecuencias, el sur de Europa amenaza con convertirse en una zona semidesértica. Ni Rusia ni Groenlandia ni Islandia ni el norte en general, que verán deshelarse sus tierras y mejorar sus climas hasta volverse fértiles, están amenazados de la misma forma. De facto, la guerra por el Ártico se desarrolla constante y soterradamente mientras aquí voces esperpénticas nos hablan de la libertad como un escaparate encendido. No son canarios, no cantan, sino que croan.
¿No hay remedio? ¿Tenemos que quedarnos con lo urgente y olvidar lo que no admite dilación? De nuevo acudo a Vonnegut para apuntar una respuesta, a través de su personaje Slazinger en su obra Bluebeard: “La mayoría de las personas no son capaces de abrir la mente a nuevas ideas a menos que un equipo abrementes se ponga a ello”. También nos dice qué tres tipos de especialistas deben constituir ese equipo abrementes: el más excepcional de los especialistas debe ser un genio, una persona capaz de tener ideas nuevas aunque resulten incomprensibles; el segundo especialista debe ser un ciudadano muy inteligente y con buena reputación en la comunidad, capaz de entender esas ideas y de dejar claro que no proceden de un loco y, el tercer especialista, debe ser una persona capaz de explicar cualquier cosa, por complicada que sea, y satisfacer a la mayoría por muy espabilada o muy dura de mollera que sea. Ese último ya saben quién es, y creo que abunda más que los otros dos tipos, el segundo deberían ser los líderes sociales y los políticos de élite pero ¿y los primeros? ¿Nos quedan de los primeros?
La semana que viene les hablaré de la actualidad. No olviden que los canarios también cantan antes de morir.
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