El coche no da la felicidad y, además, envenena
De nuevo han saltado las alarmas este fin de semana por la contaminación en Madrid. Y otra vez se ha desatado una catarata de imprecisiones en torno las causas del problema y de dudas sobre las medidas que el Ayuntamiento ha puesto en marcha para controlar la situación. La coincidencia de un largo puente ha ayudado a aumentar la confusión, pero también nos ha mostrado claramente dónde está la solución. Un día festivo (el martes) con una reducción radical del tráfico en la almendra central de la ciudad ha bastado, a pesar de mantenerse la condiciones meteorológicas, para rebajar los índices de dióxido de nitrógeno hasta unas cantidades razonables.
Madrid lleva años cerrando los ojos a una realidad indiscutible. Es más, lleva décadas dilapidando el dinero de todos en infraestructuras destinadas a animar a los ciudadanos a que entren en la ciudad a bordo de sus automóviles. A pesar de que cualquier responsable mínimamente informado conoce desde hace mucho tiempo que ese era un camino equivocado. Un error desde el punto de vista económico, de salud pública y de construcción de una ciudad habitable, civilizada.
Es sabido –no tiene que venir ningún político converso a descubrirlo– que el sector del automóvil manda mucho en España. Somos uno de los fabricantes líderes en el mundo y un buen porcentaje de nuestra balanza de pagos se equilibra gracias a la exportación de cientos de miles de coches cada año. Quizá esto ayude a entender por qué el escándalo del trucaje de la medición de la contaminación producida por los motores diésel le ha costado a Volkswagen en Estados Unidos 15.000 millones de dólares en indemnizaciones y más de un año después en España apenas hay un par de sentencias perdidas a instancias de particulares.
Y sí, el problema que agobia estos días a Madrid, pero también a Barcelona, Valencia, Murcia o Granada, es causado, sobre todo, por los motores diésel. España es uno de los países del mundo que tiene más porcentaje de coches con este tipo de motores. Durante muchos años el 70% de los vendidos aquí se alimentaba de gasoil. Este éxito, fomentado por un menor consumo y un precio más reducido del combustible, fue durante mucho tiempo animado también por una publicidad engañosa que nos hacía creer en las bondades ecológicas de estos motores, hasta que un día descubrimos que casi todo era mentira. La Organización Mundial de la Salud lo llevaba advirtiendo desde hace años: el diésel mata. Es causante de enfermedades respiratorias y de algunos tipos de cáncer. Pero hasta ahora, autoridades y consumidores hemos preferido ignorar estas advertencias.
Pues bien, no va más. Ha llegado el momento de actuar con coraje y con la verdad por delante: Madrid, como otras ciudades españolas, no soporta tantos coches. Hay que reducir drásticamente la circulación de vehículos contaminantes, muy especialmente de los diésel. No puede ser que (son datos del propio Ayuntamiento) un 25% de los ciudadanos ocupen entre el 60 y el 80% del espacio público con sus coches y llenen nuestro aire de mierda venenosa que respiramos todos.
Hay que ensanchar las aceras para caminar más. Hay que facilitar el uso de las bicis como medio cotidiano de transporte. Hay que mejorar las rutas de los autobuses y evitar que se sumerjan en los atascos. Hay que abrir el espacio público a sistemas de coches limpios (Car2go es un ejemplo) que podamos usar a precios razonables sin tener que comprarlos. Y hay que obligar a taxis y servicios de transporte de mercancías a abandonar sus motores contaminantes.
Y, sobre todo, hacerlo ya, de una manera serena y organizada, con buenos sistemas de alerta, con instrucciones claras de lo que se puede y no se pude hacer, con alternativas de transporte público razonables, con campañas de información que expliquen a los ciudadanos claramente que durante años se les ha engañado. Que el coche, por muy grande y potente que sea, no da la felicidad y además de salir carísimo, envenena.