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Los corazones más duros

Un hombre lleva a su hija en brazos sobre el barro en Idomeni. EFE

Ruth Toledano

Tuve el otro día la oportunidad de asistir a la premier de Lobos sucios, película que si no estuviéramos en España sería una de esas grandes e impecables producciones que llegan sin duda a las mejores galas. Ojalá la opera prima del joven Simón Casal, que se estrenará el 8 de abril en los cines españoles, logre por el boca a boca y los medios el reconocimiento que la Cultura oficial, la de las mayúsculas, suele escamotear a la cultura real, la del trabajo minucioso, pues dudo mucho que una película sobre las relaciones durante la Segunda Guerra Mundial entre el nazismo y un franquismo presuntamente neutral despierte el interés de, por ejemplo, el ministro Méndez de Vigo: en pago a la ayuda que el III Reich prestó a Franco durante la Guerra Civil, el dictador español permitió que los nazis explotaran en Galicia, con el sudor de la frente de presos republicanos, minas de un wolframio que servía para endurecer proyectiles y cañones; un mineral imprescindible para Hitler. El ministro de Cultura en funciones ha declarado ser más de ‘Cine de Barrio’.

Traigo Lobos sucios a colación porque en la película hay escenas sobre refugiados judíos que huyen de los nazis y tratan de cruzar la frontera para llegar a Portugal, a fin de poner su vida a salvo. Están basadas en hechos reales y ponen los pelos de punta. No solo por el recuerdo de un Holocausto que fue y será siempre una vergüenza para la Historia, sino porque me hicieron recordar unas sobrecogedoras imágenes que nos llegaban hace unos días, las de esos refugiados que abandonaron las tiendas de campaña anegadas de Idomeni tratando de alcanzar las fronteras de Macedonia a través de las aguas de un río revuelto al que muchos no sobrevivieron. Esa helada desesperación.

El lunes 4 de abril de 2016 entra en vigor el pacto de la vergüenza que endurece definitivamente el corazón de Europa. Un pacto que se parece al wolframio de los nazis: con él, Europa sepulta el cadáver de su dignidad y lo que quede de ella será duro como aquel mineral. Porque es un pacto al que se ha llegado por encima de los niños empapados, de los bebés en volandas sobre alambradas, de las mujeres pariendo en un barrizal.

Amnistía Internacional denuncia que Turquía está deportando refugiados a Siria, un país devastado por la guerra. AI dice que son devueltos en masa y que entre ellos hay niños, mujeres embarazadas, ancianos. Los refugiados han huido de la destrucción y de la violencia, y muchos, de la persecución política, pero se sabe de afganos que han sido enviados de vuelta a las manos de los talibanes. Devolver a Siria a los refugiados es condenarlos a una muerte posible y, sin duda, a la miseria vital: sin casa, sin escuela, sin sanidad, sin protección, sin la más mínima oportunidad; la mayoría se encuentra en el campo de Atma, al otro lado de la frontera turca. Ya vimos cómo se comportan los guardacostas turcos, que se emplean a palos en alta mar contra frágiles balsas repletas de personas, y AI viene denunciando desde hace tiempo que Turquía mata a tiros a personas que tratan de cruzar sus fronteras, también menores. Esta es la clase de socios que está escogiendo Europa.

Ankara dice que AI miente. Naturalmente, es mucho más creíble lo que dice una organización que lleva décadas luchando por los derechos humanos que lo que pueda decir un gobierno mercenario, que se ha hecho cargo de los refugiados a cambio de miles de millones y de facilidades para su entrada en la UE. Un gobierno sobre el que AI aporta pruebas de haber devuelto al país en guerra a “100 hombres, mujeres y niños sirios de forma diaria desde mediados de enero”. John Dalhuisen, director de Amnistía Internacional para Europa y Asia Central, ha referido casos tan “inhumanos” como el de tres niños que han sido obligados a volver a Siria solos, sin sus padres.

En manos de esos traficantes oficiales hemos dejado Europa. En sus repugnantes manos hemos abandonado las vidas de quienes han suplicado ayuda, como la suplicaban los judíos que atravesaron las fronteras europeas huyendo de los nazis. Dalhuisen dice que el acuerdo alcanzado entre la UE y Turquia “solo puede ser implementado por los corazones más duros”. Son los corazones de wolframio.

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