El Estado de Cultura
En estos días de obligado encierro, imagino que algunas y algunos habrán descubierto el valor que tiene la cultura para sostenernos en este difícil precipicio que es el vivir. Otras y otros, entre los que me encuentro, no hemos hecho más que constatar que no podríamos vivir sin las palabras escritas, sin los relatos cinematográficos o sin la música, que es ese arte que en cualquier circunstancia consigue elevarte por encima de lo real. En estos días en los que me está costando tanto concentrarme, he vuelto a comprender que si me siento un individuo libre, con determinadas convicciones y con muchas dudas y contradicciones que no hacen sino confirmar mi naturaleza humana, es gracias a todo a lo que en mis años de vida he ido aprendiendo y aprehendiendo a través de las ventanas que otras y otros han abierto para mí. Ha sido gracias a esas conversaciones, que tienen la gran virtud de no agotarse nunca, que he podido ir desarrollando libremente mi personalidad, autodeterminándome de manera consciente, construyéndome como el ser imperfecto que soy, tan pequeño como una polilla, pero con una curiosidad tan juguetona que hace que siempre me sienta como un niño grande que con ojos muy abiertos mira el mundo.
En estos días de crisis no solo sanitaria, sino también emocional, y de grietas que van haciendo que se tambalee el edifico que creíamos tan firme, quienes tenemos la suerte de estar de momento a salvo de la enfermedad estamos teniendo muchas horas para pensar y repensar lo que estamos a punto de perder, lo que tuvimos y no valoramos, lo que tendremos que apuntalar con músculo de gigante si queremos que el futuro, ese que empezará el mismo día que volvamos a las calles, nos reconcilie con la dignidad compartida. Será el momento entonces de insistir y pelear por la continuidad de un Estado social que el tsunami neoliberal dejó reducido al mínimo, por la rotundidad de unas políticas públicas que pongan la vida en el centro y que hagan de la igualdad la clave transformadora de la injusticia y pacífica de gestión de los conflictos, por la continuidad de un Estado de derecho que debería haber aprendido que su única razón de ser es protegernos frente a los poderes salvajes y no olvidar nunca que los derechos humanos son siempre, como nos enseñó Luigi Ferrajoli, la ley del más débil.
En ese horizonte en construcción, en el que ojalá no nos falle el principio esperanza, que diría Ernst Bloch, deberíamos de una vez por todas garantizar la indivisibilidad de los derechos y la no regresión muy en especial de los sociales, de tal manera que el Estado asuma y tenga claro que sin unas condiciones mínimas de bienestar no es posible tener una vida digna. Ante un mundo que, me temo, va a estar sometido cada vez con más frecuencias a crisis globales, y ante amenazas tan evidentes como el cambio climático, no tenemos mejor herramienta que la consolidación de un modelo político, jurídico y ético que sitúe en el centro la sostenibilidad de la vida y que diseñe las mejores herramientas posibles para que cada individuo desarrolle al máximo sus capacidades y pueda emanciparse de cualquier cadena, material o simbólica, que lo reduzca a siervo. Habrá pues que garantizar como derechos fundamentales todos los que posibiliten la realidad de nuestra autonomía relacional, entre los cuales debería situarse como fundamentalísimo el del acceso y disfrute de la cultura. Un derecho que en nuestra constitución ni siquiera es tal, ya que aparece como principio rector de la política social y económica, o sea, como un mero brindis al sol, en manos siempre del voluntarismo político.
Un Estado social y democrático de Derecho, que, por supuesto tendría que añadir a sus adjetivos el de paritario, no puede ser sino también un Estado “de Cultura”. Ello significaría la implicación pública constante y obligada con el estímulo y desarrollo de los procesos creativos, con la continuidad laboral y no precarizada de las creadoras y de los creadores, con la necesaria e íntima conexión con un sistema educativo que debería ser la principal correa transmisora de los valores plurales, emocionales e intelectuales que generan los productos culturales. Se trataría por tanto de reconocer y garantizar la centralidad de la cultura en el bienestar de la ciudadanía, su aportación esencial en el desarrollo de las capacidades que nos permiten tener una vida plena, su fuerza motora para una democracia que pretenda mantenerse a resguardo de salvadores y su dimensión de espejo capaz de situarnos frente al otro y la otra, sin los cuales carece de sentido nuestra limitada existencia de seres frágiles e interdependientes.
Todo este proceso revolucionario, porque supone en gran medida introducir en los mismos engranajes del sistema una dimensión siempre subversiva y crítica, deberá ir en paralelo al reconocimiento social de unos trabajos que pareciera que no tienen sujetas y sujetos que dedican a ellos cuerpo y alma. Habría por tanto que ir rompiendo con la peligrosa inercia de la cultura gratis, esa que peligrosamente en estos días compartimos con la alegría de quien necesita una medicina para el alma, de manera que la ciudadanía fuera aprendiendo que todo eso que leemos, vemos en las pantallas o escuchamos en nuestro iPad es el resultado del esfuerzo y del tiempo de sus creadores y creadoras. Y que ese trabajo, que es tan esencial, insisto, para nuestra continuidad como seres pensantes y sensibles, ha de ser valorado, pagado y reconocido. Lo cual, a su vez, evitará que la cultura sea usada como estrategia seductora por los poderosos, al tiempo que obligará a desarrollar políticas reequilibradoras que permitan el acceso a ella de todas y de todos en condiciones de igualdad. Si no aprendemos esta lección, estaremos condenadas, ahora sí que sí, a la barbarie que nos disfraza el mercado en forma de libre elección y al simulacro de igualdad que nos venden las democracias formales, esas que nos tratan más como consumidores que como ciudadanos, a los que resulta más rentable domesticar que emancipar.
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