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Democracia y elección del CGPJ

Sede del Consejo General de Poder Judicial (CGPJ) en Madrid.
17 de julio de 2022 21:36 h

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El ministro del Interior, Grande-Marlaska —juez de carrera—, ha dicho en más de una ocasión no entender “que haya un órgano de gobierno de uno de los tres poderes del Estado que no esté sustentado por la soberanía popular”.

La ministra de Justicia, Llop —jueza de carrera—, ha afirmado también que el actual sistema de elección del CGPJ “responde a la legitimación democrática que tiene el origen del poder en el pueblo”.

El ministro de la Presidencia, Bolaños, ha opinado que “ni los jueces pueden elegir a los jueces, ni a los políticos los eligen los políticos” (sic), y ha reivindicado que tuviera que surgir del Congreso.

En 2016, durante su discurso de investidura tras el pacto con Ciudadanos, Pedro Sánchez defendió que los cargos de “designación parlamentaria” como los miembros del CGPJ y del TC, entre otros, fueran elegidos en “convocatoria pública”, en lo que calificó de “auténtica revolución”.

Recientemente, yo misma, en este mismo espacio, me refería a los dos modelos, calificados muy “sospechosamente” de “legitimidad democrática” y de “legitimidad corporativa”.

Bien, las cosas nunca no son tan sencillas ni lineales como a veces las pintan y existe una especie de “dogma” acerca de la democracia y la soberanía popular, que lleva a afirmaciones como las que acabo de citar, que vienen a expresar que no cabe admitir que uno de los tres poderes del Estado —el gobierno de uno de ellos, más bien, para el caso comentado— sea elegido por el propio colectivo gobernado sino por el órgano en el que se residencia el poder del pueblo.

Vaya por delante que no cuestiono ahora el modelo constitucional ni la legalidad que del mismo se ha derivado. Simplemente trato de reflexionar sobre algunos aspectos de la cuestión. Pero siempre partiendo de que tanto la Constitución como la legislación podían haber sostenido un modelo distinto, sin merma alguna de la “legitimidad” de este tan cuestionado órgano. Como ocurre en otros países y como ocurre con otros poderes.

De entrada, cabe recordar que, de los tres poderes del Estado, solamente el legislativo —Congreso y Senado— es elegido directamente por la ciudadanía. Y ello, con todas las cautelas y prevenciones relativas, entre otras, a la “dictadura” o “imperio” de los partidos políticos como consecuencia de un modelo de listas electorales cerradas, y a un sistema electoral no plenamente respetuoso de las minorías. A lo que habría de añadirse que, pese a que la Constitución reconoce el derecho fundamental de la ciudadanía a “participar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes”, la realidad muestra que la efectiva participación ciudadana se ha reservado casi exclusivamente a la “democracia representativa”, obviando aquella participación directa.

Por otra parte, no puede sostenerse que el Poder Ejecutivo —el Gobierno— sea en la actualidad elegido por la “soberanía popular”, pues solamente lo es su presidente, como es bien sabido, siendo el resto de sus miembros “nombrados y cesados por el Rey a propuesta del Presidente”, sin que ninguno de ellos sea elegido por órgano representativo alguno. Bueno, ni lo es, claro está, la jefatura del Estado —aunque no es un poder, propiamente dicho—, a la que se llega solamente por vía hereditaria, lo que tampoco tiene sustento alguno en la tan reiteradamente invocada “soberanía popular”. Incluso cuestiones tan relevantes como el régimen de incompatibilidades y los conflictos de intereses legalmente contemplados de los miembros del Gobierno y otros altos cargos se deciden por la Oficina de Conflictos de Intereses, cuya Dirección es nombrada por el Consejo de Ministros, sin participación alguna del Parlamento, salvo en la aprobación de la ley que regula estas cuestiones, como otra ley regula similar cuestión para el poder judicial.

Cierto es también que la plena legitimidad democrática tiene, en esencia, dos elementos: la legitimidad de origen —sistema de elección— y legitimidad de ejercicio —responsabilidad, mediante la rendición de cuentas o control por órgano emanado de la soberanía popular—.

Bueno, pues resulta que el Gobierno no cumpliría en sentido estricto ninguno de los dos parámetros de la plena legitimidad democrática, en los términos “puristas” que se vienen exigiendo para el CGPJ: de un lado, ya me he referido a su designación —a propuesta de su presidente—; de otro lado, aunque, ciertamente, se someten a control parlamentario, el mismo es absolutamente ineficaz, pues basta recordar, por ejemplo, que el Congreso ha reprobado desde 1978 a siete ministras/os —entre los cuales está la ministra de Justicia Delgado, hoy Fiscal General del Estado, que lo fue en tres ocasiones—, sin que en ninguno de estos siete casos se haya producido cese o dimisión. Por tanto, ¿dónde está la legitimidad de ejercicio en su vertiente de control parlamentario mediante la rendición de cuentas?.

Lo que me lleva a preguntarme por qué es tan importante, y para algunas personas —muchas, seguramente— tan determinante, que el CGPJ sea elegido parlamentariamente. Conozco algunas razones: la antedicha de que no debe haber poder del Estado no sustentado en la “soberanía popular” —razón fallida, como he tratado de explicar—, a lo que ha de añadirse que ocho de sus veinte miembros ya son elegidos sin discusión alguna por el Parlamento; la de que es más adecuado estar a la voluntad ciudadana que a la de la carrera judicial, de carácter mayoritariamente conservador y elitista; y otras razones que puedan legítimamente darse por cualquier persona responsable, que por ahora desconozco.

Razones todas ellas perfectamente discutibles y rebatibles. Sobre el basamento en la “soberanía popular”, ya acabo de dar alguna idea. Por otra parte, huelga oponer ningún argumento mínimamente sensato a la desconfianza sobre juezas y jueces, pues ese perfil conservador y elitista no es sino un mero prejuicio absurdo y totalmente rechazable. Y, además, bien podría ocurrir que se compusiera legítimamente un Parlamento mayoritariamente conservador y elitista —por mantener la terminología—, en cuyas manos estaría la designación del CGPJ. ¿O es que entonces tal designación no sería tan democráticamente legítima como lo es con otra composición parlamentaria como la actual?. ¡Mejor no respondo a esto!.

Es relevante conocer también, siquiera grosso modo, las competencias del CGPJ, a saber, en lo esencial y muy resumidamente expresado: selección de juezas/ces mediante las correspondientes oposiciones y otros sistemas de acceso —algo que no suele suscitar controversia—; nombramientos de cargos judiciales, ascensos y traslados —salvo algunos puestos, todo ello perfectamente reglado—; régimen de incompatibilidades y régimen disciplinario. Repárese que, lamentablemente en mi opinión, carece el CGPJ de cualquier competencia sobre los presupuestos para la justicia o sobre la creación de nuevos órganos judiciales, acerca de lo que solo tiene capacidad de propuesta, quedando en manos del Ministerio de Justicia tal competencia —y, en cuanto a los medios materiales de las Comunidades Autónomas que la tienen asumida—. Esto es, se trata de un “gobierno” del Poder Judicial muy limitado competencialmente —en cuanto a la sustancia de su función, de velar por la independencia judicial y por el buen funcionamiento de los órganos judiciales—. Aunque, sin duda, visto lo visto en todos estos años, muy “jugoso” en cuanto a la competencia para realizar nombramientos, notablemente los del Tribunal Supremo y los que le corresponden del Tribunal Constitucional.

La cuestión debiera, en todo caso, solventarse teniendo también en cuenta la opinión de instituciones supranacionales e internacionales, que apelan a un modelo en el que el CGPJ fuera elegido, en su componente judicial, al menos mayoritariamente, por juezas y jueces.

De todas formas, no hay quien suelte esta presa. Esto está claro. Pero, lo de la “soberanía popular”, conviene repasarlo. No es cuestión de un enfrentamiento de un poder contra otros ni menos aún de la utilización partidista de un órgano como este, sino de encontrar el modo de lograr que sea eficaz a su finalidad, esto es, a la garantía de la independencia judicial y al buen funcionamiento de los tribunales. Reflexionemos sobre esto sin prejuicios, si es posible y sin ofender a nadie.

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