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Dolor sin gloria de la izquierda española

Yolanda Díaz e Irene Montero en el Encuentro Internacional Feminista.

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La izquierda española vive un vía crucis continuo, una Semana Santa en bucle con todos los ritos del pecado, la traición, la veneración y la culpa, pero sin el final feliz del Domingo de Resurrección y Gloria. Fieles siempre a sus tradiciones, estos partidos tienen a sus votantes en permanente estado de aflicción, esperando un milagro como lo esperaba Santo Tomás, sin creer realmente que se produzca. Y todo se agrava en el caso de los votantes no militantes, esto es, la mayoría, que ni siquiera tienen el consuelo de creerse en posesión de certezas absolutas ni el ánimo para aparcar el espíritu crítico y dar rienda suelta a la teorías de la conspiración o al pensamiento mágico.

Cuenta Julian Barnes en su última novela, Elizabeth Finch, sobre el emperador romano Claudio Flavio Juliano, que ha pasado a la historia como el Apóstata, que todas las religiones y grandes organizaciones unitarias odian más al apóstata, al renegado, al traidor, que a aquel que nunca ha visto la luz: “Tales sistemas, además de odiar a los apóstatas, los necesitan como ejemplos negativos, como advertencias. Abandona la religión, reza contra ella, átacala y esto es lo que te espera, una lanza en el hígado, un piolet en la cabeza”. Para Barnes, todos los monoteísmos desprenden narcisismo y paranoia debido a su naturaleza controladora, y lo difícil es no hacer paralelismos con lo que está ocurriendo en la izquierda, por mucho que se intente distanciar de debates encendidos y vacíos que no conducen a nada. La izquierda española padece hoy lo que Barnes llamaría “el narcisismo de las pequeñas diferencias” y que conduce a la imposibilidad de entenderse.

A estas alturas, ya sabrán que no voy a analizar aquí lo que sucede entre Sumar y Podemos ni tomar partido ni hacer pronósticos. Ni quiero ni ya puedo con lo complicado de su timeline diario. Solo voy a hablar de un estado de ánimo que conduce a que muchos ciudadanos de izquierda renuncien a votar por hastío, desafección, incomprensión. Reivindica muchas veces la izquierda la alegría, pero jamás dedica el mismo esfuerzo en conseguir que sus votantes estén alegres. En un ensayo reciente para Social Science & Medicine-Mental Health, la epidemióloga Catherine Gimbrone concluía que los conservadores son más felices que los progresistas. Aunque hay estudios para cada uno de los estados de ánimo del ser humano, este lo creí a pie juntillas. Los conservadores tienen niveles más altos de felicidad y también niveles más altos de significado de sus vidas, un sentimiento que se acrecienta cuando están en compañía de otros conservadores. Ahí lo terminé de entender todo: un conservador entre conservadores se encuentra arropado y un progresista entre progresistas, cuestionado. Como todos los seres humanos, los de izquierda también valoran vivir tranquilos.

La diferencia de percepción de los políticos de izquierda y derecha sobre su electorado se resumía esta semana en Twitter. Juan Carlos Monedero ironizaba (aunque él sabe que nunca se ironiza del todo): “La cultura cristiana nos crea mala conciencia cuando disfrutamos mucho. Por ejemplo, de Madrid con poca gente, sin Ayuso (estará por ahí en un apartamento de Sarasola), con una cerveza fría y un libro mientras desalmados crucifican a Jesucristo”. Begoña Villacís respondía: “Me encanta que disfrutes de nuestras terrazas, Juan Carlos”. La culpa de la izquierda contra la patrimonialización de la derecha. La derecha gana terreno por la vía de la inmatriculación y la izquierda lo pierde a través del desánimo.

Tuve un amigo, Luis, que repetía siempre: “En esta vida se puede ser todo menos pesado”. Esta izquierda que pesa hasta hundir a sus votantes no llegará al Gobierno. 

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