El 28A se elige lo que importa, pero ¿qué es lo que importa?
Quince días para decidir entre las necesidades reales de la gente y los mitos emocionales. La triple derecha opta por hacer una campaña bronca en la que solo destaca la unidad de España, mientras prepara los mayores hachazos al Estado del Bienestar en su historia. Es a lo que se enfrentan los partidos progresistas para lograr el apoyo a medidas sociales y de protección de derechos y libertades. Dos formas de vida. Un choque frontal. Pocas veces se ha visto tan extremo. Y tan igualado en fuerzas. El 28A se elige lo que importa, pero ¿Qué es lo que importa?
La pregunta es tan obvia que casi parece absurda y, sin embargo, en modo alguno está clara la respuesta. Ni los factores en los que se sustenta que son la clave. Otra evidencia, nivel Perogrullo, nos asegura que las directrices del gobierno que se forme son para todos, piensen lo que piensen. O sientan lo que sienta. O crean lo que crean. Ahí está el quid.
El funcionamiento de España que se propone la derecha es del más radical neoliberalismo: privatizaciones de los servicios básicos –incluso sanidad y educación por si hay alguna duda-, pensiones públicas reducidas con complemento privado quien pueda pagarlo, desguace del sistema fiscal para favorecer a las rentas altas –como ya están haciendo en Andalucía-, recentralización, o fuertes restricciones de derechos, hasta al de huelga. Toros, armas. Y, desde luego, la mentira.
Todo es por el bien de España, dicen, de su España, de la involución. Los planes de la derecha nos devuelven al franquismo sin disimulos. Nostálgicos de aquella época de muerte y dolor desempolvan las banderas que nunca ocultaron y se exhiben brazo en alto si les place. Saludos fascistas fueron la respuesta a la protesta de algunos estudiantes a la candidata del PP, Cayetana Álvarez de Toledo, en la Universidad de Barcelona señalando una clara hoja de ruta. Como otras veces en la historia, buscan que la democracia de las urnas dé cobertura al fascismo o, si prefieren términos eufemísticos, a la ultraderecha autoritaria. Esforzados investigadores, como el periodista Carlos Hernández, divulgan extremos escalofriantes de la dictadura que asoló España 40 años, despertando gran interés. Muchos jóvenes la desconocen. Quienes viven de sus falsos sueños de gloria intentan volver a imponer sus líneas básicas.
¿Por qué numerosos ciudadanos eligen emociones viscerales a cubrir lo que necesitan y de forma tan excluyente en este caso? ¿Por qué oyen solo los gritos que dicen buscar la unidad de España a cambio de temibles quebrantos de su sistema de vida? ¿Por qué prefieren el mito a la realidad?
¿Qué es la realidad? El viejo dilema filosófico vive un momento estelar. Y conviene darle una nueva vuelta aunque llamen mucho más la atención los exabruptos de campaña. Que Casado hable de banderas y mocos.. O que Rivera afirme que “no se puede tener un proyecto para España obviando a la mitad de España”. Cuando él cree representar en todo caso a la otra mitad. ¿La mitad? ¿De España?
Ya no estallan revoluciones por la subida del pan. La última que recuerde fue en la primavera árabe de Túnez, la que movió al resto. Rara vez salta la gente por hambre o frío. Menos aún por perder o ver mermados empleo, vivienda, atención sanitaria, aunque parezca mentira. Y en cambio son capaces de prescindir de lo esencial por una bandera y un trazado de fronteras. Muchas personas se mueven solo por sentimientos primarios. Los más invasores de la razón son la ira y el miedo. El miedo a moverse, a perder más. La ira, que a menudo nubla y borra el origen del daño. Ambos son instrumentos de la derecha en esta campaña.
La gente se mueve por mitos. Relegan soportes reales a cambio de la ilusión de una empresa que creen ejemplar, incluso gesta heroica, y ni ven sus trampas. Esa apelación continua a la unidad de bandera de la España de derechas, se inscribe claramente en el concepto. Y poco se puede hacer con razonamientos. Entran aquí incluso sentimientos atávicos de fuerza, victoria y humillación.
Vivimos en un orden basado en convencionalismos comunes, es la forma de organizarse en sociedad. Mitos compartidos que crean un orden imaginado. Por eso, en él, “los mitos se desmoronan cuando la gente deja de creer en ellos”, dice el escritor Yuval Noah Harari en su best seller mundial Sapiens. La imaginación compartida de millones de personas precisa de millones de personas para ser cambiada, añade.
Todo termina por abocarnos, sin embargo, desde el colegio a la televisión, desde el consumo a la propaganda política, a mantener ese orden que a los principales beneficiarios del sistema les funciona. No admite cambios. Cuanto más obtusa es una mente más se resiste a la mínima modificación. Cualquier giro no previsto –especialmente si es progresista- les lleva al intento vano de retornar al pasado. El río ya no es el mismo río cuando entras por segunda vez, decía Heráclito en la Antigua Grecia, uno de los primeros filósofos en esbozar que el orden real procede de la razón. No parece ser así en la práctica y menos cuando se exacerban las emociones.
Tiembla la prensa de derechas temiendo por la pérdida del Estado de Derecho, dicen, que para ellos es solo la unidad de fronteras y el sometimiento por la fuerza. Son los grandes soportes de los mitos que obnubilan mientras manos –a veces bien sucias- operan. Porque se callan los objetivos fundamentales: la unidad de mercado, la unidad de beneficio. El dinero es el motor, y los signos que emocionan su cobertor.
“La Realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece” dijo el escritor Arthur C. Clarke en la mejor definición que conozco. Pongamos como ejemplo La Ley de la gravedad. Aunque no creas en ella, los objetos caerán por su peso, no se quedarán flotando en el aire. Pensemos en ello cada vez que nos inciten con quimeras.
El empleo, la educación, la salud, el bienestar, los derechos y libertades que necesitamos muestran el peso de su importancia. Pero precisan políticas que, trabajando por ello, eviten su desplazamiento y sustitución por entelequias. España, la sociedad que la habita, existe por sí misma al margen de esas banderas que enarbolan para amarrarnos a la involución. Quince días para decidir entre las vísceras que desprecian el raciocinio y las que aman su futuro con algo más de cabeza. Para saber qué es lo importante.