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El enemigo del pueblo

El exlíder de Unidas Podemos Pablo Iglesias. EFE/Kiko Huesca/Archivo

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La inmortal obra del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, El enemigo del pueblo, narra las reacciones de un pueblo ante la denuncia de una situación anómala que alteraba la normalidad estatuida y los intereses de los poderosos. Su protagonista, el doctor Stockmann, tuvo el valor de denunciar que las aguas del balneario del pueblo, su principal fuente de ingresos, estaban corrompidas y eran un peligro para la salud. Era necesario sanearlas y para ello se necesitaba el esfuerzo económico de los conciudadanos y sacrificar los beneficios que proporcionaba su explotación. El alcalde le dice que era una locura, explicándole las consecuencias que sufrirían los pequeños burgueses, ya que deberían pagar más impuestos. El Dr. Stockmann decide convocar una asamblea para comprobar lo que sus ciudadanos pensaban sobre la cuestión. 

Las fuerzas sociales del pueblo, a pesar de las evidencias, tratan de ocultarlo y el Doctor Stockmann se queda solo en su denuncia, pues la verdad resulta incómoda para mucha gente. La mayoría rechaza la propuesta y considera al Doctor como un enemigo del pueblo. Desanimado por el resultado del debate, lo comenta con su esposa, que sentencia certeramente: «¿Qué importa que tengas la razón si no tienes el poder?». Todos los analistas que se han acercado a su texto la consideran como una obra inmortal sobre la corrupción del poder y la manipulación de los medios informativos al servicio de ese mismo poder. El Dr. Stockmann, me imagino que completamente desolado, exclama: “He descubierto que las raíces de nuestra vida moral están completamente podridas, que la base de nuestra sociedad está corrompida por la mentira.” 

Salvando algunas distancias, la pieza del dramaturgo noruego me traslada a la realidad vivida por uno de nuestros políticos durante un tiempo interminable. Pablo Iglesias ha cerrado su ciclo político, renunciando primero a la Vicepresidencia del Gobierno de coalición, postulándose como cabeza de lista de su partido Unidas Podemos a las recientes elecciones a la Asamblea de la Comunidad de Madrid. La derrota, sin paliativos, de la izquierda no obedece a la campaña mediática contra su persona, pero las descalificaciones, amenazas e insultos que hemos escuchado y leído desde su aparición fulgurante en la escena política no encuentra parangón con ninguna otra persona que haya desarrollado su militancia y actividad en el espacio político. Si no se reflexiona sobre las dimensiones de lo sucedido y se hace una crítica profunda sobre la insólita agresividad desatada, desde todos los sectores, contra un adversario político, corremos el riesgo de romper la esencia de la democracia convirtiéndola en una batalla tribal impropia de una democracia europea que algunos se empeñan en calificar como modélica.  

Debido a mis muchos años he tenido la oportunidad de vivir, durante la dictadura, la feroz descalificación de cualquier movimiento opositor, utilizando los Ministerios de Prensa y Propaganda, tan esenciales para el mantenimiento de los regímenes fascistas. Disponía de algunas brillantes y aceradas plumas, como Mariano Daranas y Joaquín Arraras, que centraban sus obsesiones en el comunismo totalitario. Rebuscando en mi memoria me parece que todas aquellas diatribas, henchidas de fervor patriótico, eran unos juegos florales comparándolas con lo que se ha dicho y se ha escrito sobre Pablo Iglesias.  

Ante la incapacidad dialéctica para rebatir muchos de sus propuestas políticas, sustituían de forma burda y pueblerina la réplica por el insulto y los motes. No veo, en Inglaterra, a ningún antagonista político de Boris Jonhson sustituyendo sus argumentos por caricaturizar su aspecto físico limitándose a llamarle “el Pelambreras”. A Pablo Iglesias no se le rebate, basta con llamarle “El coletas” e incluso, de forma miserable, “rata y mala persona”.   

Creo que ninguna persona de la política contemporánea ha sido más salvajemente denostada con toda clase de improperios e insultos y acusaciones de corrupción, odio y machismo. Es posible que muchas de sus afirmaciones pudieran resultar hirientes, pero ello no justifica la reacción tan desproporcionada y tan alejada de la dialéctica política. Las burdas patrañas y los montajes afinadamente orquestados han sido reiteradamente reproducidos en los medios de comunicación hasta convertirse en un mantra que tapaba la incapacidad dialéctica de los “sicofantes”, expresión empleada en la Grecia clásica para los individuos despreciables, carentes de moralidad que, con el pretexto de defender la seguridad pública y movidos exclusivamente por intereses espurios, buscaban apartar a algunas personas de la vida pública. Demóstenes los califico como “perros del pueblo”.

Hay que reconocer que la maquinaria ha funcionado a la perfección. Se ha retransmitido esta imagen a muchos sectores de la población, increíblemente también a los que sufren las consecuencias de los recortes y la insolidaridad de los que manejan las riendas del actual sistema, llamado neoliberal pero que no es más que una forma de explotación de los intereses económicos de las grandes corporaciones y empresas que solo buscan engrosar el suculento pastel económico que genera el modelo económico que han conseguido imponer. Evaden los impuestos que les corresponden para que la inmensa mayoría de los ciudadanos puedan disfrutar una sanidad pública universal y de una escuela pública, que difunda los valores ciudadanos, respetando la libertad ideológica y de conciencia, de un sistema de pensiones que permitan subsistir a las generaciones que han trabajado por el país y una especial atención a los dependientes que por sus minusvalías físicas y psíquicas o simplemente por el efecto de la edad, necesitan de una cobertura generosa y solidaria.

Según René Girard, los grupos tienden a establecer rituales donde se identifica a un culpable, como el chivo expiatorio, que sirve para que la comunidad expíe sus culpas, renueve sus votos, estreche sus vínculos y consolide su narrativa. Sin esta “solución” la comunidad podría acabar autodestruyéndose por las continuas rencillas y odios. Y por esta razón, el sacrificio de un chivo expiatorio termina siendo un proceso periódico, que restablece el orden hasta la nueva crisis y el nuevo sacrificio.

El concepto de chivo expiatorio ganó predicamento y se ha utilizado ampliamente en sociología. Se busca la depuración, expulsión o señalamiento de un miembro de la comunidad, visto como diferente o peligroso. O aceptas nuestras reglas y te sometes o eres expulsado. Lo hemos visto en multitud de situaciones sociopolíticas. En los tiempos que estamos viviendo sirve para señalar y expulsar a los que rompen la corrección política. Con el sacrificio de un chivo expiatorio o incluso de seres humanos, los pueblos primitivos pretendían ahuyentar los malos augurios y los maleficios que encarnaban en una persona que, una vez sacrificado, acabarían los males que asolaban a sus pueblos. 

El paroxismo ha llegado a cotas preocupantes para el futuro de nuestro país como una normalidad democrática. Le niegan hasta su derecho de vivir en paz en su domicilio con su familia, le conminan a que abandone España camino del destierro y le advierten de que no ose colocarse en un trabajo desde el que pueda ser más efectivo que en el de la política. Los seguidores de Joseph Raymond McCarthy han tomado las riendas, aviso a navegantes, el macartismo ha reaparecido. Ya  lo avisó Bertold Brecht, irán a por quien pretenda seguir sus pasos.

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