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Para enterrar al escritor macho (III)

El nuevo autobús de HazteOir.

Luna Miguel

Tienen 25 y 27 años y la prensa de su país los considera “los escritores que han dinamitado la literatura francesa”. Son narradores. Escriben juntos. Llevan ropa muy moderna y los filtros de su Instagram son tan totales que hasta a mí se me escapan. ¿Cómo hacen esas fotos para que su vida parezca un constante after humoso?, llegué a pensar cuando espié lo que muestran de sus vidas en las redes tras conocerles. Hasta sus nombres son molones. Él, Simon. Ella, Capucine. Comparten el apellido, Johannin, con el que él firmó su primera novela, merecedora del Prix de la Vocation en 2017 y con el que ahora traen juntos Nino dans la nuit, un texto que vio la luz en enero y cuyo videoclip (porque sí, han hecho hasta un videoclip a lo Gaspar Noé para presentar la novela) cuenta con unas 30.000 visualizaciones en YouTube.

Reconozco que me he puesto algo quisquillosa en la presentación de estas biografías. Si lo he hecho no es porque quiera arremeter contra los escritores, sino más bien para demostrar lo fácil que nos resulta a los periodistas culturales caer la condescendencia cuando nos dejamos llevar. Si aprender sobre Simon y Capucine puede elevar los índices de mal humor a cualquiera que no esté dispuesto a dejar que alguien más joven le venga a reinterpretar el mundo, escribir sobre ellos podría resultar aún más incómodo. Porque para poder hacerlo habrá que leer su novela. Y porque al leer su novela uno se da cuenta de que lo que tiene entre las manos no es el enésimo producto hípster revestido de “frescura millennial”, sino uno de los textos más desgarradores que podemos leer ahora sobre lo que significa crecer en la Francia convulsa de Emmanuel Macron. Es cierto que la dosis de drogas y música que aderezan la ficción tienen algo de excesivo. Pero todavía es más cierto que el retrato de la juventud precaria, del racismo estructural de la sociedad francesa y de la violencia machista que los Johannin firman en Nino dans la nuit es la demostración de la necesidad que tenemos de hablar. De denunciar. Y de hacerlo sin romantizar nuestra situación, pero sí mostrando nuestro evidente y poderoso enfado.

Algo que he aprendido al leer a autoras feministas es que no debemos esconder la furia. El caso de Simon y Capucine Johannin es pura furia, y no es el único. Aquí mismo, en este país que deja circular por sus calles autobuses con mensajes que comparan la lucha por la igualdad con el nazismo, hay muchísimos ejemplos que no casualmente han empezado a estallar en forma de libro. Por citar sólo tres: esa Vozdevieja de Elisa Victoria, donde se expone con ternura la intimidad de una familia en un barrio obrero de la Sevilla en los 90. Esa Tierra de mujeres, de María Sánchez, que propone una reivindicación de la España rural, olvidada, saqueada, menospreciada e insultada, especialmente cuando nos referimos a las mujeres que la trabajan y que la habitan. Esa Historia de España contada a las niñas, de María Bastarós, una crónica ficcionada y satírica, que pone en jaque a algunos líderes de izquierdas y a su machismo.

Insisto, son sólo tres ejemplos pero podría dar muchos más. Con la llegada de 2019 las librerías españolas se han llenado de textos profundamente políticos, diferentes y transversales, en lo que algunos –en su mayoría señores– han preferido tachar de moda, de estrategia comercial, o incluso han reseñado favorablemente pero no sin antes tratar de enfrentar a sus autores –otra estrategia que parecía dársenos bien a los periodistas culturales malhumorados, aunque ya no va a funcionar más–.

A lo que iba: acabar con el escritor macho también es acabar con la mirada paternalista y burlona que ejercemos sobre los que llegan con discursos incómodos. Y cuando digo discursos incómodos no me refiero a chistes cuñadamente incorrectos sino a piedras que van directas a reventar el poder. Muchos de los jóvenes autores que estos días llenan las mesas de novedades pertenecieron a eso con lo que una vez intentaron martillearnos, la generación ni-ni, y en vez de resignarse han aprovechado su espacio y su altavoz para dinamitar tal estigma desde una variedad de luchas que es en realidad la misma lucha. Quien quiera detenerse únicamente en sus “colorines” sólo conseguirá ser parte del problema.

La periodista Alba Muñoz ya lo escribió hace unas semanas, y lo dijo mejor de lo que yo podría hacerlo. Así que se lo agradezco, se lo robo, y me permito el gusto de dedicárselo a cualquier escritor macho que pase hoy por aquí. Ojalá le pique: “Es una sensación increíble vivir en la mierda y que te tachen de privilegiada, como si un nuevo marco mental impidiera imaginar a feministas o a personas LGTBI en la cola del paro. Qué disociación asombrosa. Qué manera de negar el presente de miles de trabajadores y trabajadoras. Me pregunto: ¿no es este un tipo de clasismo muy raro y muy rancio? ¿Por qué negar la diversidad de los individuos que sufren los excesos del capitalismo? Quizá tenga que ver con proteger una identidad que no es precisamente la de los unicornios. A menudo nos preguntan en qué planeta vivimos y nosotros tratamos de imaginar el lugar en el que viven aquellos que creen que nos resbalan nuestros derechos laborales. Precisamente, cientos de jóvenes de nuestro país podrían dar ponencias sobre las más novedosas y sofisticadas formas de explotación. Si sonreímos es porque no conocemos otra cosa. Quiénes creéis que somos y quiénes creéis que sois”.

Para enterrar al escritor macho (I)

—Para enterrar al escritor macho (II)

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