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Querer dos Estados a la vez y no estar loca

Consejo de Seguridad de la ONU debate sobre situación en Gaza.

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Bueno, lo cierto es que parece que cada día más personas y grupos sociales y políticos abogan por todo el mundo por el reconocimiento del Estado palestino y su coexistencia con el de Israel. De modo que, realmente, este deseo no es locura, a menos que sea masiva, sino realismo –y no mágico, aunque parezca que haga falta magia de la buena para lograrlo–.

Y es que, si echamos la vista atrás, más atrás, mucho más atrás que el pasado 7 de octubre, atrás hasta casi cuando todo esto comenzó, apreciaremos que la cuestión del conflicto palestino-israelí tiene unas nefastas bases muy ancladas y nada fáciles de desactivar. En realidad, nada ha comenzado el 7 de octubre, a pesar del enorme e injusto ataque de Hamás contra Israel, con la tremenda consecuencia de la muerte de unas 1.400 personas y el secuestro de otras en torno a 200. Nada comenzó ese día porque todo había comenzado mucho antes y así continuaba, en una especie de horrible letargo, sobre todo para la población palestina, que, de vez en cuando, despertaba y generaba un ataque sobre otro.

No se puede dejar de poner en situación lo ocurrido hace casi tres semanas. No se puede ni se debe dejar de recordar lo que subyace ya desde después de la Primera Guerra Mundial, cuando la entonces llamada Sociedad de Naciones situó a Palestina bajo administración británica y se creó un espacio en su territorio para acoger población judía, lo que no fue aceptado por la ciudadanía árabe de Palestina, generando una primera oleada violenta. 

Sobre todo, hay que recordar lo que ya sabemos, naturalmente, y es que ya en 1947, cuando la ONU decide dividir Palestina y destinar una parte de su territorio a formar el primer estado judío, Israel, a costa de aquel pueblo, las cosas comenzaron a torcerse. Y que, poco después, cuando Israel desplazó a más de la mitad de la población palestina para aumentar su territorio, obligando a aquella a huir a campamentos de refugiados de varios países, se torcieron definitivamente.

Israel ha conseguido, ciertamente, ser un Estado y ha sido reconocido por la ONU y por la mayor parte de la comunidad internacional. Así ha sido, pese a que durante estos últimos más de 70 años este Estado ha vulnerado casi todas las Resoluciones del Consejo de Seguridad de la propia ONU y ha aumentado sus asentamientos en territorio palestino, con las consiguientes oleadas de violencia, que arrojan datos espeluznantes de víctimas, particularmente palestinas. Lo que es, en sí mismo, una inmensa paradoja y revela una gran hipocresía política, pues Israel no ha dejado en ningún momento de ir contra la propia base jurídica internacional que le reconoció como Estado, con la pasividad del resto.

En esas estábamos, con terribles momentos, como las guerras de 1948 y 1967, en las que Israel se fue anexionando gran parte del territorio palestino, llegando a ocupar Gaza y Cisjordania, o como cuando en 1993 se firmaron los Acuerdos de Oslo y en 2000 los de Camp David, sin llegar en modo alguno a un acuerdo de paz ambicioso, permanente y justo.

En esas estábamos, sí, con varias intifadas de por medio –1987, 2000 y 2017 – en las que parte de la ciudadanía palestina se alzó contra Israel en una lucha más que desigual, cuando, nuevamente, Hamás acaba de golpear duramente el territorio de Israel con el tremendo resultado ya conocido.  

¿Y ahora qué? ¿Qué se puede hacer en este grave momento del conflicto? Sin duda, se pueden tomar muchas y efectivas decisiones; sin duda la comunidad internacional puede y debe intervenir para evitar males mayores –si cabe–. 

Pero no se trata solo de salir de este concreto momento. Será, sin duda, imprescindible, un alto el fuego humanitario para permitir subsistir a la población de Gaza, pero ello solo será una solución meramente coyuntural, pero manifiestamente insuficiente para frenar tanta injusticia. La comunidad internacional –UE incluida, desde luego, que todavía parece que no sabe de dónde le da el aire– deberá comenzar por ahí para continuar con medidas y decisiones de más largo alcance.

Todavía hoy no se han terminado de analizar y esclarecer todos los graves ataques y la situación de dominación de Israel sobre Palestina, pese a que la Corte Penal Internacional lo ha intentado, frente al criterio de algunos poderosos Estados. 

Todavía hoy no se han cumplido –ya se ha dicho que Israel vulnera casi todas las Resoluciones de la ONU– las decisiones internacionales para poner fin a la ocupación y a la gravísima situación en la que vive la población palestina.

Todavía hoy no hay una declaración contundente que afirme sin ambages que Israel está cometiendo una vez más crímenes de guerra en su respuesta al ataque de Hamás al comprometer gravemente la integridad y la seguridad de la población civil palestina. Y es que la injusticia de aquel ataque no justifica en modo alguno dicha respuesta contra toda una población desarmada y desamparada, que vive ya realmente desde hace tiempo, de hecho, en un inmenso campo de concentración.

Todavía hoy es difícil creer que lo que tan mal comenzó en 1947 haya continuado aún peor. Pero es que es difícil asentar la paz sobre la injusticia, máxime cuando esta se comete por alguien infinitamente más poderoso que el que la padece –como, por otra parte, ocurre casi siempre– y protegido por los otros poderosos del planeta.

No puede ser que pretenda solventarse este conflicto por la vía armada, por la victoria en una guerra que resultará dramática. No puede ser que, llegados a este punto, no haya una respuesta clara y firme. Ya sabemos qué, por qué y con qué fines actúan en este caso los Estados Unidos. Pero, ¿qué hace la UE? ¿Por qué no responde inmediatamente como en otros momentos? –véase, sin ir más lejos, como frente a Rusia por su tremenda invasión de Ucrania–, sin querer comparar directamente ambas situaciones.

Ya imagino que nada de esto es sencillo, pero a lo mejor lo es más de lo que parece. Basta con tener la constatación de la injusticia –esto se da ya por descontado– y, como ya todo el mundo sabe, con intentar la solución que más de una vez se ha puesto sobre la mesa: la existencia de dos Estados, ambos con la misma legitimidad en el ámbito de las Naciones Unidas y del resto de la Comunidad Internacional. 

Que no será de un día para el otro, es evidente. Pero también lo es que, si no comienza a transitarse por ese camino, no se producirá nunca.

Por eso, querer dos Estados a la vez no significa locura sino realismo y pragmatismo cimentados en la justicia y el asentamiento de bases de convivencia futura y estable. La auténtica locura es no verlo y prestarse pasivamente a sostener una situación injusta que dura ya demasiado tiempo.

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