Gobernación contra representación
Con la llegada de la gestora al PSOE, se propagó la idea de que el partido estaba experimentando una deriva a la que era imperativo poner freno: la llamaron “podemización”. La podemización amenazaba supuestamente reglas de funcionamiento tradicional del PSOE, que garantizaban que se obrara de manera responsable, y no se sucumbiera al criterio voluble, poco formado e informado expresado por la militancia en consultas. Los órganos del partido reclamaban su condición de “representantes”, y como tales de intérpretes (cualificados y legitimados) del interés genuino de la militancia.
En principio, hay poco que objetar a este planteamiento normativo. En consonancia con las perspectivas de la teoría política liberal clásica, los representantes deben gozar de un margen amplio de maniobra para representar. No son delegados de sus electores. Al elegirlos, la militancia se pone en manos de un agente al que atribuye capacidad de discernir qué conviene hacer en cada momento, bajo circunstancias que van cambiando, y que no pueden anticiparse en el momento de realizar la elección. Le otorgan un “voto de confianza”.
Pero eso no significa que le estén concediendo “carta blanca”. Salvo en concepciones muy restrictivas de la representación democrática, los políticos deben mostrar cierto grado de responsividad, sobre todo en cuestiones centrales. La calidad de los procesos democráticos depende de que los políticos honren, hasta cierto punto, promesas hechas, contenidas en documentos programáticos y exhibidas en declaraciones públicas, y muestren sensibilidad a la evolución de preferencias de la ciudadanía en general, y en particular, las de sus militantes. Si no pueden hacerlo, o ante nuevas circunstancias y nueva información creen que no deben hacerlo en interés de sus representados, es su obligación explicarlo bien y, quizás incluso, someter su cambio de criterio a consulta.
La decisión que tomó el pasado domingo el Comité Federal ha sido poco explicada. Las razones para la abstención han sido presentadas en forma de cápsulas argumentales ideadas probablemente por algún consultor político más versado en el noble arte de la poesía que en la esforzada disciplina del análisis politológico (“la abstención no es apoyo”, “el gobierno del Parlamento”, “destruir la obra de Rajoy”, “poner al PP ante un desfiladero infernal”, “crujirlo vivo”).
Desde un punto de vista técnico, no resisten un examen mínimamente riguroso. El PSOE tendrá una capacidad bastante limitada de imponer sus criterios a un Gobierno del PP por muchas razones. Para promover sus preferencias se enfrentará a las mismas dificultades para construir una coalición trasversal que dé apoyo a sus iniciativas que las que tuvo Pedro Sánchez para lograr su investidura. Esas dificultades se agravaran por el hecho de que el PP y Ciudadanos tienen un pacto suscrito que, hasta nueva orden, Ciudadanos parece dispuesto a honrar, y por tanto limita su predisposición a sumarse a alianzas con Podemos y PSOE para “destruir la obra de Rajoy”.
Por si eso fuera poco, el artículo 134.6 de la Constitución otorga al Gobierno la facultad de rechazar cualquier proposición de Ley que comporte un aumento de gasto o disminución de los ingresos previstos en los Presupuestos del Estado. Pero incluso haciendo volar la imaginación, planteando un escenario difícilmente concebible en que el PSOE logre formar mayorías para colocar al PP en un “desfiladero infernal”, el PP podría convocar elecciones a partir de mayo, echando en cara al PSOE su actividad destructiva en los meses anteriores. Se trata de un factor disuasorio poderosísimo, que con toda probabilidad domesticará a un PSOE inmerso en un lento y trabajoso proceso de reconstrucción (sobre “el solar” que ha quedado).
Al Comité Federal y a la Gestora tampoco se les ha pasado por la cabeza convocar una consulta para refrendar el cambio de rumbo respecto a promesas hechas a la militancia y al electorado. La posibilidad de hacerlo les ha parecido incluso descabellada. Esa desconsideración no se la permitió ni siquiera Felipe González cuando, en 1982, recién llegado al poder, cambió de criterio respecto a la OTAN, y sometió a consulta su nueva posición, empeñando un enorme esfuerzo personal en persuadir a militantes y votantes de la conveniencia de ese cambio.
Como señaló Josep Borrell a la salida del Comité Federal, consultar a la militancia en este tipo de circunstancias, ya sea ex ante o ex post, no es una anomalía que evidencie una podemización del partido. Lo hizo el SPD tras decidir sus órganos entrar en un gobierno de coalición con la CDU de Merkel en 2013. Y tuvo que asumir, tras el referéndum saldado con un amplio respaldo, que todavía veintitrés diputados votaran en contra en el Parlamento.
Lejos de eso los órganos de representación del PSOE no solo han decidido negar la voz a los militantes, sino que actúan contra muchas señales que evidenciaban sus preferencias. A lo largo de toda España se han venido celebrando asambleas locales, donde las agrupaciones han expresado aparentemente de manera muy mayoritaria el rechazo a que su partido permitiera la investidura de Rajoy. Desde Ferraz se ha mirado con hostilidad e incluso se han ridiculizado los intentos de militantes de recoger firmas para pedir un Congreso extraordinario inmediato. El Congreso que la gestora debe organizar, según los estatutos del partido, ha sido aplazado sine die, en un claro intento de alargar la pista de despegue de un posible candidato/a alternativo a la Secretaría General, así como de disociar su elección del proceso de evaluación de los actos ejecutados por algún/a “candidatable” en el último mes.
Tendencia a alejarse de los militantes y simpatizantes
Todo sugiere que lo que hemos vivido en el PSOE en estas últimas semanas se inscribe en una tendencia más general de la política convencional a alejarse de militantes y simpatizantes que pretende representar. Como señala el politólogo Peter Mair en Gobernando el vacío, en la política contemporánea los partidos se han desplazado a lo largo de un continuum, desde una posición en la que se podían definir como actores sociales –como sucedía en los modelos clásicos de partidos– hacia otra en la que se conciben mejor como actores estatales.
En este nuevo contexto, los partidos tienden a considerarse a sí mismos organizaciones autosuficientes y especializadas, dispuestas a escuchar a todos los actores en general, pero evitando dependencias formales con bases sociales definidas. La organización del partido en sentido amplio –sus anclajes sociales al margen de las instituciones políticas– se desdibuja para los dirigentes. Lo que permanece es una “clase gobernante”, un grupo de profesionales y especialistas que se mueven con soltura dentro de un entramado de actores que intervienen en la gobernación: otros partidos de gobierno, instancias y organismos internacionales, elites burocráticas, expertos, etc.
En este contexto, los antiguos privilegios de la pertenencia a los partidos también tienden a desaparecer a medida que los dirigentes miran a la opinión pública por encima de su propia militancia. La voz de la ciudadanía amorfa, transmutada en forma de distribución de frecuencias de las respuestas de un sondeo, parece tener para los partidos más importancia que la que expresan los miembros activos del propio partido en asambleas locales, y los criterios externos de ciertos organismos e instancias que intervienen en la gobernación más que la de los delegados a los Congresos.
La clase dirigente se ha convertido en una elite que vive “dentro de la campana”. Su hábitat natural son despachos desde los que se gobierna el partido (en el sentido de administrarlo, imponer orden y preparar la maquinaria para ganar elecciones y gobernar) y, en todo caso, se persiguen “intereses generales”, pero se representa poco o nada a personas con sentimientos y afiliaciones partidistas. La destinataria de sus mensajes y estrategias de seducción es una ciudadanía pasiva y privatizada de potenciales votantes, que asiste a un espectáculo en el que no participa o lo hace de manera extremadamente protocolizada.
Como hemos visto en las últimas semanas, la invocación a la “ética de la responsabilidad” sirve como coartada para aplastar el mundo de las convicciones, las lealtades y los compromisos, tachados como una manifestación irracional de la política, que distorsiona cuando no torpedea el logro de grandes objetivos compartidos (objetivos “de Estado”). Mediante este desplazamiento (cartelización), los partidos “de Estado”, los partidos que gobiernan pero no representan, abren un nicho para partidos antiestablishment, que a diferencia de los primeros ofrecen cauces poderosos a la representación, aunque sea a costa de aplazar sine die intervenir en la gobernación (cuando no propugnan renunciar completamente a esa intervención, por considerarla impura y tóxica).
En su Comité Federal, el PSOE ha confirmado definitivamente que España entra en un nuevo ciclo político donde se abre un precipicio entre los partidos de la gobernación y los de la representación. Y el PSOE ha optado por situarse incondicionalmente al lado de los primeros, asumiendo (quizás ciegamente) los costes que ello comporta. Aceptemos con ellos, en efecto, que “la fantasía abandonada de la razón produce monstruos”. Pero recordemos también que “unida con ella es madre de las artes y origen de las maravillas”.