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La promesa del Gobierno. De la doctrina Parot a la prisión permanente revisable

Los ministros del Interior, Jorge Fernández Díaz, y de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, tras conocer la decisión de Estrasburgo.

María Eugenia R. Palop

Que la doctrina Parot era un instrumento eficaz para luchar contra el terrorismo, tal como ha afirmado con gravedad el Sr. Fernández Díaz, es tan obvio como decir que la tortura es un instrumento eficaz para conseguir una declaración autoinculpatoria o una versión de la verdad útil al sistema.

No hay que ser muy listo para darse cuenta de que siempre ha habido instrumentos terribles y certeros para alcanzar ciertos objetivos políticos, pero muchos de ellos han sido felizmente eliminados por su declarada incompatibilidad con la debida protección y garantía de los derechos humanos. Los derechos son los muros en los que se sostiene cualquier proceso democrático, el contenido intangible, la pared que no se puede derribar sin romper las reglas del juego, y el poder político no tendría legitimidad alguna si pretendiera socavar los cimientos del mismo sistema que le da cobijo.

Estoy segura de que el Sr. Fernández Díaz conoce muy bien esta posición, y por eso me sorprende que pueda llegar a confundir la eficacia política de la doctrina Parot con su intrínseca justicia. Esta confusión sólo es posible cuando se asume que el fin justifica los medios y se combina esta idea con una visión reduccionista y arcaica de la justicia como venganza. En este paradigma maquiavélico, bien está lo que bien acaba, y si algo resulta eficaz es, por ello, necesariamente justo. Sin embargo, lo que ha dicho el Tribunal Europeo de Estrasburgo en relación a la doctrina Parot es, simplemente, que el Estado de Derecho no es, ni puede ser, un vaquero con dos pistolas, aunque muchas veces pudiéramos desear que lo fuera, e, incluso, aunque con esas pistolas nos fuera mucho mejor de lo que nos va.

La cuestión es que a esta confusión de nuestro Ministro del Interior se ha de sumar la sorprendente reacción de nuestro Ministro de (In)justicia. El Sr. Gallardón nos ha recordado que en su “gran” reforma del Código Penal está prevista la prisión permanente revisable, de más que dudosa constitucionalidad, y con la que se pretende tirar por tierra cualquier intento de humanización del derecho penal.

La aplicación de la prisión permanente revisable conllevará tal alteración del principio de seguridad jurídica, del principio de legalidad, del principio de resocialización de las penas, y, en definitiva, del sentido mismo de lo que el Derecho es, que no sólo resucitará a la doctrina Parot sino que nos situará de lleno en los márgenes más oscuros del Estado de Derecho, independientemente de que pudiera ser un instrumento muy eficaz en la lucha contra el crimen. Con esta reforma del Código Penal, no sólo se confunde la eficacia y la justicia, por reducción de la segunda a la primera, sino que se confunde, además, en un giro populista sin precedentes, la eficacia y el Derecho.

En fin, si esta es la “ingeniería jurídica” a la que se referían nuestros ministros cuando hablaban de la posibilidad de “resistir” frente a una sentencia “adversa” del Tribunal de Estrasburgo, lo menos que se puede decir es que tiene poco de “ingeniería” y mucho menos de “jurídica”, siempre que se entienda, eso sí, que una cosa son las decisiones jurídicas y otra, muy distinta, las artimañas políticas, más o menos eficaces. Intentar resucitar la doctrina Parot para eliminar el principio de irrectroactividad de las leyes recurriendo a la prisión permanente revisable es desconocer que allí donde no hay seguridad jurídica, donde la gente no sabe a qué atenerse, ni siquiera puede hablarse seriamente de Derecho.

Está claro que la sentencia que tumba la doctrina Parot es un duro golpe para las víctimas, y es comprensible su indignación y su frustración, como es lógico también el rechazo social que podría suscitar la excarcelación masiva de terroristas que, en muchos casos, no han mostrado el más mínimo signo de arrepentimiento. Sin embargo, hoy no puede pensarse que las víctimas han perdido, que los asesinos irredentos son menos culpables o menos repudiables, ni que ETA esté menos deslegitimada. En realidad, lo único que puede pensarse es que la lucha por la legitimidad, que ETA tiene, obviamente, perdida, no se gana por atajos ilegales, que no se puede luchar contra el terrorismo violando derechos, y que ni siquiera conviene hacerlo.

Socavar los cimientos en los que se apoya nuestro modelo de Estado, por razones utilitaristas, implica, en primer lugar, violar el principio de inviolabilidad personal, el imperativo categórico que nos prohíbe utilizar a los demás como meros medios y no como fines en sí mismos. Y los demás son también los presos etarras que cometieron crímenes repugnantes y cuya bajeza moral les llevó, precisamente, a instrumentalizar a sus víctimas y a despersonalizarlas. Pero, además, quebrantar esos principios que consideramos justos en un Estado de Derecho, ni siquiera es rentable a largo plazo porque su vulneración por razones pragmáticas, populistas, o de simple utilidad coyuntural, nos llevará a dudar de nuestras propias instituciones y del uso que de ellas se hace.

Después de satisfacer nuestras ansias vengadoras, al precio de traicionar aquello en lo que creemos, empezaremos a preguntarnos en qué medida podemos confiar en un poder que elabora una (in)justicia a la carta, y a pensar, en definitiva, que quizá la siguiente víctima de tal arbitrariedad podemos llegar a ser nosotros mismos. Obviamente, esta razonable desconfianza restará eficacia a la política utilitarista de que se trate porque minará, entre otras cosas, el apoyo popular con la que el poder pretendía legitimarla.

Lo cierto es que aunque la violación de derechos humanos pueda resultar eficaz en la lucha contra el terror, es siempre una apuesta suicida, que, por ilegal e injusta, ni puede resultar rentable en términos sociales, ni puede sostenerse cabalmente a largo plazo. Conviene pensarlo seriamente cuando tengamos la cabeza fría.

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