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Al Gobierno se le pone feo

EFE/EPA/OLIVIER HOSLET / POOL

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El Gobierno debería resolver cuanto antes sus desavenencias internas. Porque el viento ha cambiado de rumbo y han surgido dificultades graves que eran casi impensables antes del verano. La subida de los precios es la más inquietante de todas. No sólo porque puede dar al traste con algunas de las previsiones fundamentales del proyecto económico de Pedro Sánchez, sino también porque amenaza con modificar el planteamiento de apoyo a la recuperación que hasta ahora ha tenido el Banco Central Europeo y con reabrir la inquietud sobre las primas de riesgo y la financiación de la deuda pública.

Estamos ante un cambio de escenario imprevisto que, según las últimas manifestaciones de la presidenta del BCE, “puede durar más de lo esperado”. La formidable subida del precio del gas -que se ha sextuplicado en menos de seis meses- es el origen de ese terremoto porque ha elevado los precios de la electricidad hasta niveles desconocidos hasta ahora. La situación se ha complicado aún más con los problemas de suministro para sectores fundamentales de la economía, consecuencia de una fuerte recuperación de la demanda tras el estancamiento debido a la pandemia y de la incapacidad de los productores para atenderla.

El resultado más obvio de esas dificultades es que el ritmo de crecimiento de la economía española, y también la de nuestros principales socios comerciales, puede reducirse. Ya lo ha advertido, alguien diría que con satisfacción, el gobernador del Banco de España. Y puede que esta vez tenga razón. Aunque también es posible que esa reducción no sea muy grande. Todo dependerá de cómo se comporten los elementos que inciden en la demanda de los consumidores, cuyo crecimiento sigue siendo la clave de la creación de empleo y de la reducción del paro que en el último trimestre ha sido muy notable, según la Encuesta de Población Activa: 357.000 empleados más y 127.000 parados menos.

Otro factor que puede influir en la marcha del crecimiento, y de manera decisiva, es la actitud del Gobierno. Por mucho que los fenómenos que han provocado el citado cambio de escenario hayan sido ajenos a su voluntad, sus decisiones pueden reducir sus efectos. Para empezar, el Gobierno no puede ceder en su voluntad inicial de modificar el mercado de la electricidad por mucho que las compañías eléctricas presionen, y tienen mucha fuerza y muchos instrumentos para hacerlo, para que el Ejecutivo no reduzca sus privilegios. 

En las últimas semanas ha habido señales de que Pedro Sánchez ha empezado a mirar para otro lado. Y eso no puede ocurrir. Porque las eléctricas deben tener alguna responsabilidad en el hecho de que los precios de la luz estén subiendo en España más que en la mayoría de los países de nuestro entorno.

Otro territorio en el que el Gobierno tiene que actuar con inteligencia y equilibrio es el de los salarios. Porque las subidas de precios que se han registrado, y las que se prevén, van a superar con mucho las subidas salariales que se han venido pactando hasta ahora y que, como mucho, ascienden al 1,5%. Lo que haga el Ejecutivo con los salarios de los funcionarios, cuyo 2% previsto va quedar superado por la inflación, puede ser una guía para el comportamiento de los actores sociales en la economía privada.

Y ahí, casi sin quererlo, se entra de lleno en el debate sobre la reforma laboral. Y, más en concreto, en uno de sus puntos cruciales, el de que la negociación salarial y de las condiciones de trabajo deje de estar circunscrita preferentemente al ámbito de las empresas y se refuerce el poder normativo de los convenios sectoriales, tal y como piden los reformadores más conspicuos, a la cabeza de los cuales Yolanda Díaz. Porque los trabajadores y sindicatos de las pymes, mayoría abrumadora de la realidad empresarial española, tienen mucha menos capacidad de presión sobre la patronal que el de las centrales en los convenios sectoriales.

Y puede que ese necesario cambio no responda sólo a motivos de justicia social o de apoyo a los sindicatos, sino también a criterios de eficacia económica en las presentes circunstancias. Porque mantener la capacidad de gasto de los millones de trabajadores de las pymes puede ser una de las claves para sostener la demanda de consumo que tan necesaria va a ser para que las previsiones de crecimiento no se vengan abajo por culpa de la inflación.

Asunto bien distinto, y mucho más peliagudo, es el relativo al trabajo temporal o precario que la reforma laboral debería también abordar. Porque si no se sostiene el argumento de que un aumento salarial razonable pondría en cuestión la supervivencia en muchas empresas en un momento de reactivación, el de las consecuencias negativas para el empleo que tendría el cambio sustancial de las condiciones laborales para una parte significativa, que no la mayoría, del empleo que se está creando podría tener algún viso más de credibilidad.

Otro reto, y no pequeño, para el Gobierno es el de las pensiones. Si al final de año la inflación asciende al 4%, tal y como está previsto, habrá que subirlas. Y esa subida puede trastocar todo el presupuesto, aunque es de prever que su texto esté aprobado para cuando llegue la noticia del 4%.

Con todo, la mayor amenaza que en estos momentos pende sobre la economía española es el riesgo de que el BCE decida cambiar de política. Que, presionado por la inflación y por algunos de sus miembros, dé por terminada la época de los tipos de interés muy bajos y de las compras masivas de deuda pública que están salvando la cara a algunos de sus socios, entre ellos a España. Y que entonces, de repente, el problema de financiar esa deuda se convierta en fundamental para los gobiernos, con las primas de riesgo otra vez como verdugo de las cuentas públicas. En el caso español, cuando la deuda lleva años creciendo y los presupuestos prevén que lo haga aún más en el futuro.

Con una oposición de derechas desbocada para dañar al Gobierno en cualquier flanco que se le abra, por injusto y hasta ridículo que parezca, el Gobierno se va a encontrar muy solo para hacer frente a esos desafíos. Pero si está unido internamente, si consigue limar asperezas con sus antiguos socios de investidura y si hace las cosas medianamente bien, puede superar la prueba. Porque se diga lo que se diga, ahora nadie quiere elecciones. Lo que hay que evitar es que un fallo imprevisto las precipite inopinadamente.

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