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Y, de golpe, una nueva realidad electoral

Alberto Núñez Feijóo y el presidente regional y candidato de este partido a la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, en una imagen de archivo.

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Hace sólo cinco meses, en los más diversos ámbitos de la izquierda, incluidas las fuentes que suele consultar esta columna, existía un pesimismo generalizado sobre sus perspectivas electorales. Esa sensación ha cambiado de parte a parte y es en la derecha -excluida la madrileña- en donde ahora dominan los más negros presagios. Lo llamativo es que en el escenario político no se ha producido acontecimiento crucial alguno que explique un cambio tan radical. ¿Será este sólo fruto de subjetivismos de analistas poco rigurosos o pura propaganda?

Las encuestas deberían servir justamente para desmentir ambas posibilidades. Pero a fuerza de manipulaciones y de interpretaciones malévolas, estas han perdido buena parte de su credibilidad. Hay muchas, se publica casi una distinta cada día, pero buena parte de ellas son poco rigurosas. La mayoría porque sus muestras -el número de personas consultadas- son demasiado pequeñas como para sostener los resultados que pregonan. Otras cuantas, porque un mínimo estudio de su proceso de elaboración evidencia adulteraciones, algunas de bulto.

Los sondeos del CIS deberían de estar por encima de esas consideraciones. Pero la derecha y sus socios mediáticos han llevado a cabo una campaña de descrédito tan larga y sin contemplaciones de los trabajos de esa institución -bien es cierto que sin dato contundente alguno que la avalara- que su credibilidad ha caído fuertemente incluso en los ambientes de la izquierda.

Está claro que esa campaña, más propia de matones que de actores políticos, ha dado sus frutos. Cuando menos, hasta hace muy poco. Porque en los últimos tiempos el CIS ha ido recuperando algo de su credibilidad perdida. No porque haya sabido venderse, que eso no se le ha dado muy bien -tampoco era fácil frente al vendaval que en su contra se había desatado-, sino porque la solidez de su trabajo se está imponiendo poco a poco.

Desde luego entre los especialistas, incluso entre los menos simpatizantes de la izquierda, que en ningún momento se sumaron a la citada campaña de descrédito. Pero también entre el público en general o entre los menos fanáticos de la derecha y la ultraderecha. Entre otras cosas porque los estudios electorales del CIS suelen estar basados en muestras demoscópicas diez y hasta quince veces mayores que las de cualquier encuesta que publican los diarios de derechas. Y todos los demás.

El barómetro sobre las elecciones autonómicas y municipales que el CIS ha publicado este jueves es una fuente necesaria y, dentro de un orden, creíble para entender cuáles son las perspectivas electorales de este 28 de mayo. Porque viene a decir cosas perfectamente posibles sin estridencias y con un cuidado exquisito para evitar críticas groseras. Que Isabel Díaz Ayuso va a arrasar en Madrid, que la izquierda puede conservar la Comunidad Valenciana, que el PSOE pierde la mayoría en Extremadura, que a García Page le va a ir muy bien en Castilla-La Mancha, que la victoria del PP en la ciudad de Madrid está en el aire y también la de Ada Colau en Barcelona. Que Podemos no se hunde. Y, sobre todo, que la victoria aplastante del PP en toda España que Núñez Feijóo pronosticaba hace pocos meses no va a producirse para nada.

Otros barómetros precedentes del CIS también han sugerido que el PSOE supera en intención de voto al PP en las generales de final de año y que el cambio de gobierno a favor de la derecha es cada vez más difícil. Por supuesto, todo ello visto el día de hoy. Cuando el número de indecisos y de personas que ocultan su voto a los encuestadores, incluso de cara al 28 de mayo, es muy alto y cuando en la escena política pueden producirse hechos que alteren significativamente el panorama. No sería la primera vez.

En definitiva, que más allá de las declaraciones apasionadas y de los análisis insensatos, la realidad electoral va apareciendo para disgusto de unos y alegría de otros. Y seguramente ha estado ahí siempre, aunque el ruido y la propaganda hayan tendido a ocultarla. Y es que, bien visto, la pretendida fortaleza arrasadora del PP que se pregonaba hasta hace poco era sobre todo una operación de marketing para publicitar al nuevo líder del partido, Alberto Núñez Feijoo, y para ocultar el desastre interno que había provocado la caída de su predecesor y que probablemente aún no se ha arreglado del todo.

Pero en pocos meses ese montaje se ha difuminado y lo que se han impuesto en el escenario público han sido las carencias y limitaciones de Núñez Feijóo. Que seguramente tienen mucha más responsabilidad en la caída de las expectativas electorales del PP que cualquier otro factor. Si a eso se añade que Pedro Sánchez ha liderado una reacción de fuste para afianzar y mejorar las posiciones del PSOE, el milagro del cambio de tendencia debería quedar aclarado.

Con todo, la partida no ha acabado. Primero, habrá que ver qué resultados deparan las elecciones municipales y autonómicas, que todavía puede haber grandes sorpresas. Luego, qué consecuencias políticas producen esos resultados. Y finalmente quedará un semestre de guerra electoral que los partidos tendrán que rellenar día tras día para que no se deje de hablar de ellos. Lo que sí se puede anticipar es que el Gobierno seguirá con su política de anunciar medidas de impacto social como primer recurso electoralista. Porque hay dinero para hacerlo. Al menos hasta el día de las elecciones. Que luego vendrá la hora de sumar las deudas. Y tal vez de echarse las manos a la cabeza.

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