Guía para entender la Catalunya de hoy
“No es la revolución de las sonrisas, es rabia contenida”, resumía a cara descubierta una chica que ha participado en las protestas contra la sentencia del procés. “Hemos perdido el miedo”, repiten muchos de ellos cuando se les pregunta por su presencia en las movilizaciones. Miles de jóvenes como ellas y también un grupo de 500 radicales muy violentos, según los datos ofrecidos por los Mossos d’Esquadra, convirtieron durante cuatro noches seguidas el centro de Barcelona en un paisaje de barricadas, incendios y brutales enfrentamientos entre manifestantes y policías. Los servicios sanitarios atendieron a 600 personas, la mitad policías, y uno de ellos sigue muy grave. La otra mitad son manifestantes y cuatro han perdido un ojo.
La duración, el número de manifestantes, el parte de heridos y detenidos y el contexto político convierten estos disturbios en los más importantes que ha vivido Barcelona en democracia. Eso prueba su gravedad y requiere una condena sin ambigüedades. Una firmeza que no debe excusar los excesos policiales ni debería ser argumento para utilizar las balas de goma que el Parlament prohibió en 2013. Es cierto que el acuerdo solo afectaba a los Mossos d’Esquadra pero son igual de lesivas las dispare quien las dispare.
Mucho se ha debatido sobre quienes son esos jóvenes. Están bautizados como los hijos del 1-O, y a menudo mezclan su apoyo al independentismo con la frustración de una generación que teme y con razón por un futuro más que incierto. Es evidente que los que participan en estas protestas no son todos los que pueden definirse así, pero para entender que son muchos vale la pena tener en cuenta que la huelga general vació las aulas de las universidades (el seguimiento del paro fue del 90%). Durante esos días miles de estudiantes catalanes participaron en manifestaciones, todas masivas y pacíficas.
Son jóvenes para los que la Transición es como mucho un capítulo en el libro de Historia (si es que el curso no acabó antes de llegar hasta ahí), Jordi Pujol no tiene personaje de Polònia y sus medios de referencia no están en ningún quiosco. Tienen en común que han crecido con el conflicto, muchos han asistido a las manifestaciones de la Diada, cuando todo eran sonrisas, conocen a familiares y amigos que estuvieron en las escuelas durante el 1-O, y viven con normalidad no sentirse españoles. En esas marchas multitudinarias del Onze de setembre, o mientras la tele estaba puesta en casa, escucharon a políticos que proclamaban que la independencia no solo era posible sino que estaba a punto de llegar. No era verdad aunque nadie les ha explicado aún por qué les mintieron ni tampoco les cuentan qué va a pasar a partir de ahora. Los hay que pretenden engañarles de nuevo, otros intentan explicarles que esto va para largo. No saben qué pasará porque nadie lo sabe. Es fácil pronosticar que bajo los adoquines de la plaza Urquinaona tampoco está la playa, pero el que se atreve a decírselo es tildado de 'botifler'. Por eso es tan importante que alguien como Carme Forcadell, condenada a 11 años y medio por sedición, asuma públicamente que a los líderes independentistas les faltó empatía para reconocer a esa Catalunya que no piensa igual que ellos.
“No es solo una crisis de orden público, es una crisis política, institucional y social”, ha declarado el expresident José Montilla. Es seguramente uno de los diagnósticos más acertados de todos los que se han formulado en estos últimos días. Es una crisis de orden público, evidente, pero no es solo eso, por más que al Gobierno central le convenga explicarlo así por boca de su ministro del Interior. Es también, como afirma Montilla, una crisis política. Podría precisarse que es una crisis constitucional a la que nadie se atreve a hacer frente porque exige una valentía incompatible con el cálculo electoral (y menos aún en una España y una Catalunya que viven desde hace años en campaña permanente). Los que insisten en que este es un movimiento burgués (la burguesía catalana lo que sí hizo fue ayudar a financiar la campaña de Manuel Valls) y que esto se acabaría “españolizando” a los niños catalanes siguen sin entender qué pasa en Catalunya. El independentismo es un movimiento que ha crecido gracias a las clases medias pero que a menudo olvida que siendo un porcentaje muy alto sigue sin ser mayoría.
Esta es también una crisis institucional porque no existe un liderazgo ni en la Generalitat ni en el Gobierno central capaz de asumir los costes políticos que pueda conllevar la exploración de una negociación seria. El president, Quim Torra, ha demostrado que no entiende la complejidad de Catalunya ni del problema político que debe gestionar. Ha pasado de hablar solo al independentismo a hablar solo para una parte del independentismo.
Las encuestas que ya recogen el efecto de los disturbios de Barcelona apuntan que los grandes beneficiados serían Vox y el PP. Por eso a la derecha no le interesa rebajar la tensión. Pero también explicaría, y eso provoca mayor desazón, que hay muchos españoles que siguen sin entender que solo con mano dura no se resolverá este conflicto. Catalunya fue la tumba de Rajoy y puede ser la de Sánchez.
Aprovechando que Franco y Catalunya serán los hits de esta campaña que se avecina vale la pena recuperar El desafío catalán, un trabajo realizado por un equipo de investigación de la Universitat Pompeu Fabra y publicado en 2014 en el que se analizó cómo los corresponsales de los principales diarios europeos y norteamericanos explicaron la Transición. El título del trabajo es el de un editorial de Le Monde, un periódico que tres semanas después de la muerte del dictador publicaba una doble página en la que se destacaba que “Catalunya afirma desde hace siglos su existencia, su diferencia”. En otro artículo, Marcel Niedergang citaba a Salvador de Madariaga, quien defendía que “el autonomista, en un exceso de mal humor, se convierte en separatista”.
Además de artículos del rotativo francés pueden recuperarse frases más que premonitorias de otros diarios. Así, el corresponsal de The Daily Telegraph describía cómo se recibió en Barcelona el primer viaje oficial de Juan Carlos I. “La disidente Barcelona ha dado su fría espalda al rey Juan Carlos con una manifestación silenciosa de miles de bomberos, policías y otros trabajadores municipales en el inicio del primer viaje oficial de su reinado”. La Policía entonces cargaba en manifestaciones en las que se ondeaban senyeras. “La policía de Barcelona combate multitudes que piden autonomía”, tituló The New York Times el 8 de febrero de 1976. Han pasado cuatro décadas y Catalunya emerge de nuevo como el territorio más hostil para la monarquía. Las protestas, mucho más virulentas y con hijos y nietos de los que salieron a la calle a finales de los 70 a reclamar la autonomía, han vuelto a las páginas de la prensa internacional mientras el Gobierno central se esfuerza en explicar en sus vídeos que España es una democracia ejemplar.
La semana pasada, Le Monde dedicaba de nuevo un editorial a Catalunya. Relataba que “el detonante” de los desórdenes han sido “las duras penas” impuestas a los líderes del procés y que habían despertado “la indignación y la cólera”. El rotativo francés advertía de que “lejos de aportar soluciones a la cuestión catalana, no hace sino reforzar la desconfianza hacia Madrid y sirve de pretexto a los radicales”. La conclusión a la que llegaba coincide con la de la prensa catalana (toda, sea independentista o no) pero solo con una minoría en el resto de los medios españoles: “Jamás esta crisis política debería haber terminado ante los tribunales”. Mientras haya políticos y activistas en la cárcel, y los que estén fuera, sea en Barcelona o Madrid, no estén dispuestos a hacer renuncias, de nada servirá llenarse la boca de diálogos imposibles.