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Porque no todos somos iguales

Uno de los campus de la URJC

Antón Losada

No puedo estar más de acuerdo con Carmen Montón. No somos todos iguales y precisamente, por esa misma razón, la ministra de Sanidad ya debería haber dimitido el mismo día que fue publicada en el diario.es la contrastada información sobre su máster, que no ha podido rebatir y ha tenido que acabar por reconocer en lo sustancial. Sin excusas, sin medias verdades, sin esconderse detrás de las decisiones o los actos de otros. Ha tardado demasiado en entenderlo y lo que podía haber sido un gesto ejemplar y digno, queda ahora reducido a una medida desesperada y vergonzante, tomada cuando ya no le quedaba más remedio y forzada por la realidad.

Cuando te dan un título si ir a clase, sin cumplir las mismas condiciones que el resto de tus compañeros y sin circular por los mismos canales reglamentarios y burocráticos que transitan con esfuerzo los demás alumnos, recibes un trato de favor y no resulta ni admisible, ni justificable, ni convalidable. Lo sabe cualquier estudiante universitario español y lo sabía de sobra la diputada Carmen Montón. Su error fue aceptar ese trato de favor y los errores, en política como en la vida, se pagan. No es justo ni injusto, no es merecido o inmerecido; es así, como el fútbol. Que sea tan buena ministra como dice Pedro Sánchez tampoco servía como defensa. Seguro que hay muchas ministras excepcionales que ahora podrán demostrarlo y sin reproches en su currículo.

Las excusas de que solo hizo aquello que le decían en el Instituto de Derecho Público y en la propia Universidad Rey Juan Carlos, o que Carmen Montón no debía ser responsable de los actos cometidos por otros en el seno de la universidad, sólo sirven para prevenir las hipotéticas consecuencias jurídicas. Pero ni atenúan ni redimen la responsabilidad política y ética de saber que el trato era de privilegio y se le suministraba por razón de su cargo y relevancia política.

Parece claro que su caso no llega a los extremos de desahogo demostrados por Cristina Cifuentes, o a la parodia de la cultura del esfuerzo que encarna Pablo Casado y sus doctorados a tanto la hora. Pero había cruzado la línea de lo admisible. Que la haya traspasado menos que los demás no la eximía de tener que pagar su responsabilidad, ni le daba legitimidad para atrincherarse en el ministerio.

Mientras no tracemos los limites de la responsabilidad política y ética con esa nitidez, sin distintas mediciones según sean de los nuestros o de los otros, seguiremos condenados a envidar que, por ejemplo, en Alemania, un ministro de Defensa, Karl-Theodore Zu Guttenberg, o una Ministra de Educación, Annette Schavan, debieran dimitir por haber copiado sus tesis doctorales décadas antes. Aunque ya sabemos la razón por la que no sucede lo mismo aquí y por la cual tantas veces nos hemos preguntado inquietos; porque, efectivamente, cuando tienen la ocasión demostrar que no son todos iguales, su primera reacción siempre consiste en acreditar exactamente lo contrario.

La dimisión de Carmen Montón, aunque sea tarde, mal y a rastras, ayuda a trazar con claridad la línea ética y política. El siguiente ya sabe lo que tiene que hacer y sin perder más tiempo. Sólo estará retrasando lo inevitable. Se llame Pablo Casado o Pepito Pérez.

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