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Llueve sobre secado

Caza

José Luis Gallego

Ser liebre, ardilla o rebeco, bajar a beber al arroyo y que el arroyo no esté. Subir hasta la cumbre, donde el manantial, allí seguro que sí, allí siempre mana agua, y hallarlo seco. Sentir los primeros efectos de la falta de hidratación y echarse a correr, con las últimas fuerzas, hasta cruzar el valle y llegar a la laguna. Y descubrirla vacía. Y notar que tu tiempo se acaba.

No tener una fuente a la que acudir porque la sequía las ha cerrado todas. No disponer de una balsa o un charco en el que calmarla porque hace meses que no llueve. Y notar que la sed te empieza a resecar por dentro. Notar que pierdes las fuerzas y echarte un rato para no volver a levantarte. Y así como se secan los árboles y las plantas, secarte.

Eso es lo que está pasando en el campo, más allá de las afueras de los pueblos, más allá de las granjas y de las lindes de los cultivos. Porque aunque nadie hable de ello, la naturaleza también se está muriendo de sed, pero en silencio.

Para nuestra fauna y flora silvestres de nada sirven éstas lluvias tardías. Porque un roble seco es un árbol muerto, y aunque el agua de lluvia resbale por sus ramas yertas y alcance las desecadas raíces, no le devolverá la vida. Y al zorro muerto de sed lo único que le hace esta lluvia morosa es convertirlo en un triste despojo mojado.    

El tránsito de las estaciones en la naturaleza tiene su propia partitura y a cada período le corresponde un instrumento y un tempo. La lluvia, el calor y el frío son los principales intérpretes de la sinfonía de la vida silvestre, pues determinan los ritmos fenológicos de las especies. Pero lo importante es el tempo: si deja de llover durante meses, si los períodos de calor intenso se alargan o si el frío llega de sopetón la sinfonía se rompe. Y si todo ello ocurre a la vez entonces llega el desastre.  

La sequía ha arruinado la sinfonía de la naturaleza. La falta de lluvias primaverales truncó la cosecha de frutos silvestres de los que se alimentan los animales salvajes. El espectacular aumento de las temperaturas y su persistencia más allá del período estival desecó el suelo del bosque y convirtió en leña la vegetación: desde el matorral hasta los árboles centenarios. Y entonces llegó el fuego y se acabó la vida.

Ante los estragos de la sequía y debido a la delicada situación que atraviesan buena parte de las especies de fauna catalogadas como cinegéticas, con caídas de población que en algunas especies como la codorniz superan el 66%, lo más sensato sería suspender la actual temporada de caza y dejar respirar al campo.

Eso es lo que Ecologistas en Acción ha pedido esta misma semana a las Comunidades Autónomas. Una petición que deberían aceptar y promover -añado yo- las propias federaciones de caza en beneficio de la naturaleza, es decir de la propia actividad cinegética. Algunas ya lo han hecho y cabe reconocerles el gesto. Pero no todas.  

Solo hay que salir al campo para comprobar los altos niveles de estrés hídrico que sufren nuestros ecosistemas naturales, una situación que no van a reparar estas lluvias. Y es que para la naturaleza tan importante es el cuánto como el cuándo, y ésta vez el agua llega demasiado tarde por lo que en muchos casos llueve sobre secado.

Es momento de sumar voluntades y juntar esfuerzos para echarle una mano a nuestra sedienta naturaleza. Y una de las mayores contribuciones sería dejar de acosar a los acosados por la sequía concediéndoles un alto el fuego.

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