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Mariano Rajoy acaba de retuitear una foto

Mariano Rajoy

Imma Aguilar Nàcher

Somos esclavos del algoritmo que nos encierra en nuestro pequeño mundo de endogamia política. Al levantar por la mañana, Twitter nos revela lo que nos perdimos en las últimas horas en las que no hemos entrado perezosamente y de forma rutinaria, casi automática, en nuestra red social. Y, maldita sea, sabe quién nos interesa y a quiénes queremos leer. Twitter sabe más de los ciudadanos que los políticos. En España, Twitter es la plataforma donde más conversación política se produce. En la red del pájaro azul estamos los políticos, los consultores, los periodistas y los electores. Y, muy amablemente, la red nos muestra lo que considera sería de nuestro interés en caso de no haber despegado los ojos del Smartphone. La política está en nuestra mano y en nuestros dedos. Formamos una red de afectos, todos en el mismo terreno de juego, con las mismas reglas, con las mismas armas, sin intermediarios, sin filtros. El único filtro posible en esta situación es el de nuestro talento y el de la gestión de nuestra reputación. Nos mostramos como queremos ser y exhibimos nuestras capacidades humorísticas, filosóficas o profesionales. Creamos una comunidad a partir de lo que somos y de lo que queremos ser. Nunca habíamos tenido tanto poder para hacernos ver y para mejorarnos públicamente. La percepción de la realidad es la realidad en la comunicación de ámbito público. Somos lo que parecemos, lo que queremos parecer. El escenario digital es una pantalla, un proyector en la pared de los episodios seleccionados de nuestra vida.

Las empresas ya lo saben y, por eso, scrapean nuestros movimientos en la red para segmentarnos y darnos lo que creen que esperamos. Estudian nuestros deseos, nuestras costumbres, nuestros miedos y nuestras dudas para vendernos el producto que mejor se adapte a nosotros. Sin embargo la política no lo hace. Twitter sabe qué nos interesa y cada mañana nos ofrece un resumen de nuestro pequeño mundo endogámico y redundante, pero los políticos no lo hacen. No saben exactamente qué anhelamos, qué esperamos, qué amamos o qué tememos. No lo saben porque no lo miran, porque les interesa cuántos somos y qué pensamos de ellos, creen que votamos según sea el candidato o candidata. Creen que nosotros somos quienes nos adaptamos a ellos. Y se equivocan mucho.

¿Cómo se sienten cuando Twitter les notifica que Mariano Rajoy o Ada Colau ha tuiteado una foto? ¿Les molesta la intromisión?, ¿les adula que twitter sepa que eso puede interesarle?, ¿les parece que el algoritmo se equivoca? Lo más probable es que acierte, que sepa con claridad cuáles son sus intereses y, si no, los creará por usted, le construirá una comunidad idónea a su perfil, le tragará en ese grupo del que no podrá salir salvo que proactivamente busque cobijo en otros grupo, como un exiliado digital. Usted solo verá lo que las redes creen de usted, el autor de su propia reputación en el mundo digital.

Poco a poco, y sin darnos cuenta, hemos dejado de pilotar nuestra comunidad y los algoritmos lo hacen por nosotros. No lo hemos percibido pero nuestros amigos ya no son quiénes nosotros escogemos, sino lo que resulta de la aleatoria combinación de datos que hemos aportado sin saberlo. Nuestra vida se vuelve cada vez más suya. Somos una comunidad ideológica como la red decide, el resultado de un algoritmo que deduce nuestra querencia política.

Imaginen si Twitter fuese la política. Imaginen que los partidos estuvieran tan preocupados de lo que somos y nos ofreciesen los productos que necesitamos. Que nos creasen las necesidades para después satisfacerlas. Imaginen que a la política le interesásemos.

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