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Mariano Rajoy tiene mejillones para ti

Rajoy exige la libertad de presos políticos venezolanos por mandato popular

Iker Armentia

Con el periódico entre las manos, Jaume Matas y Eduardo Zaplana miraron a Rajoy.

–Lo primero que hay que saber es si este diario se publica en Menorca –les contestó. Y Matas salió a enterarse.

En Menorca estaba Aznar manteniendo un intenso diálogo consigo mismo sobre el futuro del Partido Popular (Aznar es la única persona con la que Aznar puede hablar de igual a igual). Era el verano de 2003 y había prometido dar a conocer la gran decisión sobre su sucesor en septiembre. En el último consejo de ministros antes del parón estival había advertido: “El mundo es muy grande y hay muchos sitios para irse de vacaciones sin tener que pasar por Menorca”, y en Menorca no había plazas hoteleras suficientes para alojar al ego de Aznar, hubo que reubicar a algunos turistas en Formentera.

Aznar no quería mirones en su mente, el lugar en el que se estaba fraguando el porvenir de la nación más vieja del Sistema Solar, así que Matas, Zaplana y Rajoy daban timonazos al yate en cuanto veían Menorca en el horizonte. Según el relato de Graciano Palomo, a Matas le había prestado el yate Gabriel Escarrer, dueño la cadena de hoteles Sol Meliá, que había participado tres años antes en la colecta para obsequiarle otro yate al rey Juan Carlos. Los yates eran la forma de decir gracias y por favor en los días felices del milagro económico español.

Rajoy, Matas, Zaplana y sus parejas pasaban el día en el barco y cuando pisaban tierra, lo hacían con discreción, pero en Ibiza fueron sorprendidos por un fotógrafo en un restaurante, y El Mundo de Ibiza y Formentera tituló al día siguiente: “Pere Palau entabla debate sobre la sucesión de Aznar con Rajoy, Zaplana y Jaume Matas”. Glups. Matas volvió con la respuesta para Rajoy: sí, el periódico también se publicaba en Menorca.

La anécdota la cuenta Magis Iglesias en ‘La Sucesión’ y se desconoce si Aznar vio la imagen y tuvo que hacer cinco mil abdominales más de las cinco mil habituales para apartarla de sus pensamientos. Pero, en todo caso, no tuvo ninguna consecuencia. Rajoy fue el elegido y, ocho años después, presidente del Gobierno; Rodrigo Rato extravió su prestigio y dos cojines.

Rajoy hubiera querido evitar esa foto porque a Rajoy no le gustan los líos, aunque, con el tiempo, el lío fue mayor. Jaume Matas fue encarcelado por corrupción y Rajoy declaró: “No me queda más que respetar las decisiones que adopten los tribunales de justicia a estas alturas”. A estas alturas del yate, le faltó apostillar.

Una de las cualidades de Rajoy es que mientras Marty McFly hace todo lo posible para que sus familiares no desaparezcan de la foto que lleva en el bolsillo, Rajoy consigue evaporar de sus fotos –y de la memoria colectiva– los amigos y recuerdos embarazosos para su futuro político. De la foto que Rajoy lleva en el bolsillo se han desvanecido los corruptos con los que compartía yate, sobres y confeti, los enemigos alentados por Pedro J. y Federico, su papel en la isla de Perejil e Irak, el recurso contra el matrimonio gay, y si no fuera porque un día cometió el desliz de interrumpir su dialecto de registrador de la propiedad mencionando los “hilitos de plastilina”, la bulla sobre el Prestige se la habría comido otro, que es lo que siempre pasa con Rajoy: siempre es otro el que se lleva la peor parte. Él sobrevive.

Rajoy parece que nunca ha estado allí. E incluso cuando no está parece que ha estado, como en la boda de Álvarez Cascos con Gema Ruiz. El divorcio del vicepresidente del Gobierno de su primera esposa había supuesto un cisma en el PP. El partido se dividió entre quienes creían –con Ana Botella a la cabeza– que lo que ha unido un cura no lo separa ni Dios, y quienes, por otro lado, habían comprobado que no te quedabas ciego si pasabas demasiado tiempo solo en el cuarto de baño. Luego estaban los que no querían meterse en líos, como Rajoy. Llegado el día de la boda, varios políticos eludieron la invitación. “A Matutes y Romay les pusieron falta. En mi ausencia no reparó nadie”, reconocía travieso Rajoy.

Dice Rajoy que para dedicarse a la política hay que tener sentido de la indiferencia y esa pachorra existencial le ha permitido bandearse entre el caso Naseiro y la trama Gürtel, entre Aznar y Esperanza, entre lo que dicen y el qué dirán, entre derrota y derrota hasta la victoria final. El tiempo pasa, él se queda. “Al final la vida es resistir y que alguien te ayude”, le escribió Rajoy a la mujer de Bárcenas. Confucio no podría haber resumido mejor su trayectoria política.

“Vaya a Madrid, aprenda gallego, cásese”

A Rajoy le ayudó Aznar a dejar una Galicia en la que a Fraga se le había atragantado ese barbudo con cara de hipster antes de que existieran los hipsters. “Váyase a Madrid, aprenda gallego, cásese y luego hablaremos de lo suyo”, le recomendó Fraga a Rajoy a propósito de una posible sucesión en la Xunta, y Rajoy se fue a Madrid, se casó y siguió diciendo Sangenjo como un salmantino de toda la vida.

Menos conocida es otra bronca que también se le atribuye a Fraga: “¡Usted váyase al Daniel Boone que es donde tiene que estar!”, en referencia al local que frecuentaba Rajoy en su carrusel de farras nocturnas, bueno, farras al estilo Mariano, apalancado en la barra: “Yo nunca he necesitado dar brincos para divertirme. Mi idea de la juerga es muy particular”, confesó a Carmen Rigalt. Tan particular como su idea de la política. Y efectiva.

Después vinieron Madrid y los tiempos en los que Rajoy se forjó su fama de gestor impecable dentro del partido. Uno de sus primeros cometidos en la dirección nacional del PP fue jubilar a los jerifaltes provinciales que todavía se afeitaban el bigote como Arias Navarro. Les invitaba a comer y luego les abría la puerta. Le encomendaron más marrones. Todos bien resueltos. Le mandaban a hacer un recado y volvía con las vueltas en la mano y sin preguntas entrometidas. Llegó a ser portavoz del Gobierno de Aznar pero no existía Twitter. Durante la larga oposición a Zapatero, los periodistas parlamentarios glosaban maravillas sobre sus magistrales intervenciones en el Congreso. Un grandullón afable, lo bautizó Pilar Urbano.

De repente, un día Rajoy ganó las elecciones y se fue todo a la mierda.

Rajoy se refugió en un plasma durante tres años, y cuando volvió al mundo para hacerse ‘selfies’ en las cafeterías, el orador excelso se trababa y presentaba graves complicaciones para completar una frase sintácticamente coherente. Y desmentía ataques a embajadas que luego confirmaban los comunicados de su Gobierno. Los platos eran platos, y los vasos eran vasos, y la segunda ya tal. El político que devoraba informes cuando era ministro de Presidencia preguntaba desencajado a Alsina: “¿y la europea?”. Hasta en su partido cundió el pánico y Rajoy tuvo que desprenderse de algunas viejas glorias para fichar a Pablo Casado y el resto del clan de los Riveritas, esos jóvenes que le acompañan ahora, como los sobrinos de Donald al Tío Gilito.

“Yo me levanto todos los días sin saber lo que va a pasar, hago lo que me mandan, y me acuesto sin saber qué desastre me encontraré al día siguiente”, reconocía en 2012 Rajoy a un dirigente europeo, según los testimonios recogidos por Lucía Méndez. Si la película la rodase Tarantino, se llamaría ‘Rajoy desarbolado’.

Y sin embargo, te quiero, que dice Sabina. Y sin embargo, volvió a salir a flote. Una vez más, y pese a que le ha acompañado la fama de tristón, le han echado, no le quieren, y pese a que se parece a esa tía abuela que tenemos todos que dice que sale mal en las fotos, y sale mal en las fotos, pese a todo eso y la falta de empatía con los españoles que fue dejando en el camino, Rajoy volvió de entre los muertos, con más cara de zombi que nunca, pero de vuelta.

Rajoy no es guapo como Pedro Sánchez, ni tiene el carisma de Pablo Iglesias, ni mueve el esqueleto como Albert Rivera, ni falta que le hace, visto lo visto. A Rajoy le gusta la tortilla sin cebolla y prefiere no hablar de política fuera del trabajo. Rajoy es el político antipolítico, atrapado en medio de un huracán de marketing que le ha pillado mayor viendo el Tour por la tele y jugando al tute cabrón con los colegas en Toledo. “Es que nosotros no somos americanos. Somos de Pontevedra”, contesta Rajoy cuando le pregunta el Abc por la ausencia de su esposa en los mítines de campaña.

Cuenta Graciano Palomo en 'El hombre impasible' que una persona del entorno de Rajoy le dijo:

–Mariano, si tuvieras la oportunidad de cenar con todos y cada uno de los españoles, arrasarías.

–Sí, ya lo sé… Y eso, ¿cómo se hace?

Y durante años nadie supo cómo se hacía eso hasta que una noche Rajoy entró en la casa de Bertín y cenó mejillones con 4,3 millones de españoles. Ahora Rajoy confía en que España le trate con la misma clemencia que su profesor de Dibujo en los jesuitas de León cuando era crío: “No era un artista, pero trabajaba, y como trabajaba no se le podía suspender”.

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