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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Ser Mariano Rajoy

El presidente del gobierno, Mariano Rajoy. / Europa Press

Jose A. Pérez Ledo

No debe de resultar fácil ser Mariano Rajoy en días como el de ayer. Imagíneselo anudándose la corbata, muy pronto por la mañana, mientras repasa ese argumentario largamente diseñado por las mentes pensantes del partido. “Esto no lo toques, aquí no te asomes, de este tema huye”.

Los debates del estado de la nación son un campo minado. Mariano sabe que, en cualquier momento, puede pisar una carga explosiva y salir volando con todo el equipo. Por eso, mientras se anuda la corbata frente al espejo, repite: “Todos los países me felicitan”. Ésa es su idea fuerza, así lo han determinado sus analistas: España va bien porque lo dicen otros.

Sabe que, tarde o temprano, alguien sacará a relucir la corrupción. No lo harán los socialistas por razones obvias; será UPyD o los filoterroristas de Bildu. Cuando salga el tema, así se lo han escrito, él debe entonar un mea culpa de exactamente cuatro segundos y luego asegurará, muy serio, que la corrupción es hoy más difícil que ayer pero menos que mañana. Y a otro tema.

Algunas noches, cuando no logra conciliar el sueño, Mariano teme que dentro de diez o veinte años, todo salga a la luz y acabe desfilando hacia los juzgados en la noticia de apertura de los telediarios. Confía en que eso nunca ocurra porque España es un país serio, y aquí a los ex presidentes se les trata con respeto retrospectivo. Ahí están Aznar y González, impunes aún de todas sus tropelías, mayores, si cabe, que las suyas.

Mariano se mira a los ojos, en el espejo, y repasa en voz alta: “Nos negamos a salir de la crisis a expensas de los pensionistas, los parados o la caja de la Seguridad Social”. Lo repite varias veces, hasta que suena más o menos creíble. La gente de comunicación le ha recomendado gesticular poco. La mentira, le dicen siempre, se transmite por el cuerpo. A Mariano, desde niño, le vibra un párpado cuando miente, y ese maldito tic a punto estuvo de truncar su carrera política.

El de hoy será su último debate sin Podemos ni Ciudadanos. En el futuro será todo más difícil. Al menos durante un tiempo, hasta que también ellos tengan el armario lleno de cadáveres. Por el momento, le han dicho, mejor que no los mencione porque lo que no se menciona no existe. No existe Podemos ni Ciudadanos, pero tampoco Bárcenas ni Génova, no hay privatizaciones ni hospitales saturados, no hay niños con hambre ni desahucios, no hay Cáritas, no hay prebendas a los bancos ni manipulación mediática. “Todos los países me felicitan”, se repite por última vez.

Luego abre un sobre, saca un par de billetes de cincuenta euros y sale de casa, un día más, listo para hacer Historia de España.

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