Mejor un mundo de mindundis
Cuando todo un gran magnate supuestamente se refirió a mí como un xitxarel·lo, acertadamente traducido en algún medio por “mindundi”, varias personas me contactaron para trasladarme su solidaridad por el “insulto” proferido en sede parlamentaria.
Y sin embargo, sigo sin ser capaz de ver insulto alguno, sino más bien la constatación de una realidad que convendría incluso reivindicar: todos somos mindundis. Aceptarlo es una de las mejores formas de avanzar hacia un mundo que sea más vivible para todos y menos arrasado por los efectos destructores de los Grandes Hombres Providenciales, ya sean estos estadistas o magnates, líderes únicos e irremplazables a cuyo excepcional talento debemos nuestras dichas y hasta el poder respirar. Y más aún en estos tiempos de polarización política extrema y de crisis, el fermento ideal del que suelen emerger los Grandes Hombres Redentores, que envueltos en su cháchara grandilocuente nos acaban llevando al desastre.
El relato histórico hegemónico suele estar muy condicionado por el marco narrativo trazado precisamente por estos Grandes Hombres, que se imponen a los demás a menudo con el uso de la fuerza o a partir de métodos en que el fin, en algún momento, acaba justificando los medios. Es normal, pues, que de ahí salga siempre realzado el talento, la bondad y la genialidad extraordinarias del Hombre Imprescindible frente a sus antítesis, encarnadas por sus abominables rivales políticos o personales, y a la mediocridad de los pobres mindundis.
Sin embargo, en el mejor de los casos la realidad es muchísimo más matizada. Y casi siempre el Hombre Imprescindible acaba creyéndose, tarde o temprano, una especie de Dios Todopoderoso, con funestas consecuencias para todos.
Lo explica muy bien el prestigioso historiador británico Ian Kershaw en su último libro, Personalidad y poder. Forjadores y destructores de la Europa moderna (Crítica, 2022), en el que se interroga sobre las características psicológicas y su relación con el poder de los supuestos grandes hombres, cuya impronta condicionó el siglo XX para bien o para mal, un selecto grupo en el que Margaret Thatcher es la única mujer en la lista del historiador.
Los Grandes Hombres son implacables en su hambre de poder y en sus certezas, tanto si son dictadores como si operan en democracia. Inevitablemente, con el tiempo van eliminando cualquier visión mínimamente crítica -en las dictaduras, incluso físicamente; en las democracias, respetando la vida pero no necesariamente mucho más-, y van acumulando un poder cada vez más absoluto hasta que finalmente, alcanzada ya la categoría de semidioses, intentan arrastrar a la manada hacia su Tierra Prometida. Muchas veces con funestas consecuencias para la vida de los seres humanos, que a fin de cuentas es lo que más debería importar, por muy loables -o no- que fueran las intenciones iniciales, incluso de los que Bertolt Brecht llamaba “los imprescindibles”.
Obviamente, cuanto más sólidas sean las instituciones democráticas y los contrapoderes -en la política, en la empresa o en el periodismo-, más difícil será que acabe triunfando este instinto hacia el endiosamiento de los Grandes Hombres redentores, que suelen emerger también en las democracias occidentales ante la sucesión de crisis, el deterioro del nivel de vida, el aumento de la polarización, la erosión de las instituciones y la conversión de las estructuras de los partidos, primarias mediante, en meros instrumentos al servicio del Líder Máximo.
La narrativa histórica de los Grandes Hombres va mucho más allá de la política y afecta de lleno también a la ciencia y a los avances de la Humanidad, atribuidos habitualmente a seres únicos y geniales -casi siempre hombres-, prescindiendo de sus equipos, de su entorno vital y hasta de lo más importante: de la acumulación de conocimientos previos aportados durante miles de años por millones de mindundis. De hecho, como explica el historiador David Christian en La historia de todo (Crítica, 2019), un sugerente ensayo que sintetiza 13.800 millones de años de historia en 500 páginas -un antídoto perfecto ante cualquier delirio de grandeza de los autoproclamados Imprescindibles-, la clave de los espectaculares avances de la humanidad no reside en las genialidades individuales, sino en la capacidad de “compartir y acumular millones de intuiciones personales a lo largo de un gran número de generaciones”, un magma que algunos llaman “noosfera” y otros “evolución cultural acumulativa”, entre otras expresiones. Ante semejante magma, hasta el mayor de los genios acaba siendo contingente en la larguísima cadena de avances que acabarían llegando en cualquier caso: un mindundi.
El gran valor del feminismo no es únicamente la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, sino también la invitación a repensar estas narrativas heredadas y a cuestionarse qué es realmente importante y bueno para la vida y qué mitos construidos por el relato oficial para que admiremos a los Grandes Hombres resulta que son contraproducentes y hasta nos acaban llevando a las guerras, la destrucción del planeta, la infelicidad o la sumisión.
Bajo este prisma alternativo que sugiere el feminismo, donde los cuidados valen más que la fuerza, los Grandes Hombres casi siempre empequeñecen, mientras que todos aquellos hombres y mujeres arrojados por el pensamiento hegemónico a la categoría de mindundis adquieren de pronto otro contorno, muchas veces vital para la vida. Lo pudimos comprobar en los meses duros del confinamiento durante la pandemia, cuando los Grandes Hombres estaban noqueados en casa mientras millones de mindundis permitían, bajo condiciones extremas, que la vida siguiera adelante para todos.
De la misma forma que no hay amos sin esclavos, tampoco hay Grandes Hombres sin mindundis. Y qué descanso sería para la humanidad y para el planeta reconocernos al fin todos como mindundis y vivir liberados de tanto redentor.
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