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El necesario cuento de Pedro y el bulo

El presidente Pedro Sánchez en la entrevista del lunes en TVE.
30 de abril de 2024 22:02 h

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Había una vez un niño al que le llegaban al WhatsApp enlaces sobre escándalos de pederastia en un bar llamado España, la infalible cura del cáncer con baños de brócoli o se le desvelaban planes ocultos para acabar con la democracia. Ese niño es ya cualquiera de nosotros y de cualquier edad y clase social. El cuento no tiene moraleja, es una peligrosa realidad a la que tenemos acceso todos los días sin aliño con perdices.

Hace años que la Unión Europea advirtió de que los bulos hacen enfermar a las sociedades y a veces incluso matan, como recuerda la periodista Raquel Godos, de EFE Verifica: los bulos hacen que la gente acuda a curanderos en lugar de a médicos o hacen que la gente no se vacune, como se pudo comprobar en la pandemia. “Esas teorías siguen vigentes y siguen costando vidas”. De hecho, tuvieron que salir políticos y eminencias a insistir en los meros hechos para que no se impusiera la leyenda de que era todo un experimento social a gran escala. También son una herramienta fácil para alcanzar las instituciones o dar vuelcos electorales: véase Trump o Brexit.

Que estamos dispuestos a creer cualquier cosa, si se disfraza con verosimilitud, es algo que hace décadas que sabemos, no es nuevo: desde el rudimentario caso del perro de Ricky Martin cuando no había redes sociales, hasta la campaña estadounidense de los pájaros no existen y son en realidad robots espías, pasando por el reciente Pedro Sánchez dimite porque los servicios secretos de Israel tienen fotos íntimas e información de su móvil. Lo nuevo es la dimensión y la capacidad de contagio que ha alcanzado el problema.

Al final, lo más peligroso no son las mentiras, que son desmontables aunque en un proceso 100 veces más costoso que lo que supuso lanzarlas. Lo escalofriante es que los ciudadanos acaben por no tener la certeza de qué puede ser mentira y qué puede ser verdad. La solución más simple al dilema acaba, desgraciadamente, en dudo de todo y me aparto de la información.

El cadáver que ha puesto sobre la mesa el presidente de Gobierno –con el insólito y dudoso método de hacer contener la respiración a un país entero durante cinco días– es seguramente el que más puede oler y contaminar mejor nuestras decisiones y el debate público, hurtando de expertos y seriedad a los ciudadanos que luego tienen que votar, pensar o dirigir sus vidas. La información lo gobierna todo, desde qué autobús cojo para llegar más rápido de un punto a otro a cómo optar a una beca o qué comprar. No se puede vivir sin ella, como no se puede vivir sin pensar.

Para acabar con las mentiras disfrazadas de periodismo y sus caballos de Troya, seguramente el eslabón más peligroso de la cadena de desinformación, no basta con querer o hacer leyes –de hecho es una pelea titánica de la que no hay país que salga todavía vencedor–. Hay una zona de grises difícil de legislar. Se podría empezar por la transparencia de dueños y capital de los medios y de las subvenciones que reciben. También hay que inculcar un espíritu crítico con las noticias y formación en consumo de información. Si se han introducido hábitos de buena alimentación en las escuelas, ¿no sería lógico hacerlo con los hábitos de información?

Pero además de revisar la salud informativa de nuestra opinión pública, hay otra regeneración que no pasa hacer algo, sino por dejar de hacer algo, y que apela a quienes tienen responsabilidad en el debate público. Se tendrían que elaborar argumentos políticos que además de sonar bien o parecer rotundos también lo fueran. Desterrar el insulto, la hipérbole y quedar prohibidas las metáforas bélicas o el uso de las mentiras.

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