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Las niñas y los niños trans son discriminados en los centros educativos

Ruth Toledano

Cada 15 de marzo se celebra el Día de la Visibilidad Transexual. La Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales (FELGTB) conmemora la aprobación de la llamada Ley de Identidad de Género, que abrió la puerta al cambio registral de nombre y sexo de las personas trans, dotándolas al fin de una puerta al reconocimiento y la dignidad.

Esa ley ha sido, sin duda, un gran paso para la integración de las personas trans. Pero, como con tantos otros avances relativos a los derechos humanos de este país, en los últimos tiempos se ha paralizado el desarrollo de la legislación al respecto de esta realidad. En primer lugar, como señala la FELGT, porque la transexualidad sigue siendo patologizada, es decir, calificada no como una diferencia sino como un trastorno médico. La consecuencia directa de esta patologozación, más allá de la consideración como enfermas de unas personas que no lo son, es que el esencial cambio de vida que para las personas trans supone ese cambio registral de su nombre y sexo está condicionado a un diagnóstico médico, cuyo proceso, además, es largo, humillante y penoso.

Los menores y los migrantes quedan fuera de ese acceso. Es la razón por la que este año la FELGTB ha centrado la celebración del Día de la Visibilidad Transexual en la no discriminación de niñas y niños trans. Vulnerables y solos, estos menores se encuentran con una sociedad que aún no tiene sitio para ellos, una sociedad que permite su discriminación en los centros educativos, una sociedad que aún mira para otro lado cuando son marginados en las escuelas. Unos menores que únicamente disponen de la titánica lucha de sus familias y de su propio colectivo por hacer de ellos ciudadanos de pleno derecho.

Hace unos meses la prensa se ocupó del caso de una niña trans malagueña para la que sus padres rogaban al colegio (nunca mejor dicho, pues es religioso y concertado, es decir, pagado por todos), que dejaran de dirigirse a ella en el género que aún consta en su documentación oficial. Así lo quiere la niña, lo solicita su familia y lo recomienda la propia Junta de Andalucía. Pero las monjitas y los curitas y los obispitos y demás santos y santas se han pasado el humanitario ruego por el forro de las tocas y de las sotanas, y la familia de la menor malagueña no ha tenido más remedio que cambiarla de centro para preservar su bienestar.

“La discriminación transfóbica es ilegal”, recuerda la FELGTB, e hace un llamamiento a sus víctimas para que la denuncien, participando de un estudio confidencial sobre delitos de odio por motivos de orientación sexual e identidad de género. Además reclama a las administraciones educativas, empezando por el Ministerio de Educación, que atiendan la realidad de las y los menores cuya identidad no se corresponde con la que figura en su inscripción de nacimiento. Sisi Cáceres, coordinadora del Área de Familias, denuncia que la Administración no prevenga la transfobia “haciendo pedagogía e impulsando protocolos de obligado cumplimiento que permitan a las niñas y niños trans vivir libres de los prejuicios y la discriminación de la sociedad en la que deben desarrollarse de manera integral”.

Que los niños y niñas trans tengan que sufrir prejuicios y discriminación es doloroso. Pero no es de extrañar en una sociedad como la nuestra, homófoba aún y transfóbica, y menos con un Gobierno como el nuestro, que destila además machismo y paternalismo misógino. Pero que esa discriminación se produzca en centros religiosos concertados resulta indignante y demuestra el injusto y obsoleto disparate que supone la educación religiosa concertada en nuestro país. Es lo que ha sucedido en el colegio San Patricio de Málaga y lo que sucede en muchos otros centros de estas características. No es tolerable que un Estado laico siga financiando estos colegios y apoyando, con el dinero de todos los ciudadanos (un dinero que falta en la actualidad para cubrir tantas necesidades), una educación que fomenta prácticas discriminatorias y que actúa en contra de los derechos democráticos esenciales.

Mar Cambrollé, presidenta de ATA-Sylvia Riera, lo deja bien claro: “Cuando se producen conflictos entre la libertad religiosa y otros derechos habría que anteponer la identidad democrática como método de resolución de conflictos. El derecho a la libertad religiosa como derecho fundamental también tiene sus límites para no pisar otras libertades”. Porque la libertad religiosa es un derecho, pero un derecho individual. Lo resulta completamente inadmisible es que la paguemos con nuestros maltrechos bolsillos. Pues ya sabemos, además, de qué va la libertad de algunos meapilas: de cercenar la libertad de otros. Y esa es, en particular, la falaz libertad que mezclan con ostias los obispos españoles, cuando se llenan la boca con una palabra que, en realidad, no tragan.

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