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Pandemia: otra pantalla

Una pareja pasea sin mascarilla durante el primer día en el que no es obligado el uso de la mascarilla en exteriores desde el inicio de la pandemia, a 26 de junio de 2021, en Barcelona

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Un ser que se acostumbra a todo; tal parece la mejor definición que puedo hacer del hombre

Fiodor Dostoyevski

Hoy les hablo desde mi atalaya de la pauta completa, pero estoy segura de que muchos me leen desde la misma ligereza psicológica, la que provoca indefectiblemente el saber que tu riesgo de contagio es muy bajo y que, desde luego, las posibilidades de que tu vida esté en peligro también. Los que aún no disfruten de tal conciencia íntima, no lo duden, la tendrán en cuanto su plazo para lograr la inmunidad haya transcurrido. No conozco a nadie que no haya sentido esa placentera sensación que le permite abandonar el pánico aunque no deje de lado aún la precaución.

El ser humano es muy capaz de acostumbrarse a las peores situaciones –y eso nos da puntos de supervivencia– pero también arrastra inercias que hacen que cueste asumir la variación de las circunstancias y la necesidad de analizar las cosas de otra manera. No deja de pasmar que haya cargos públicos, algunos con formación sanitaria, que estén pidiendo en las circunstancias actuales volver a una restricción de derechos tan brutal como es el toque de queda. Comenzó estremeciéndonos hasta la palabra, porque a todos nos traía regustos de guerra, de conflicto, de dictadura, de anomalía brutal, y se ha acabado banalizando como si fuera la aspirina que nos dispensan a la menor ocasión. Ahí entendemos perfectamente por qué un estado de alarma exige unas condiciones de control parlamentario determinadas y por qué una ley sanitaria sólo permite a los jueces –a los jueces– acordar restricciones para personas concretas y no para la población en su conjunto.

Un 40% de los españoles tiene la pauta completa y un 16% al menos una dosis. La presión de las UCI está en un 6’7%, cerca del 5% que se considera normal. Tenemos conocimientos sobre la pandemia y tenemos los medios de protección. ¿Se acuerdan de cuando una mascarilla era un tesoro y el gel hidroalcohólico debía buscarse como el oro negro? Las cifras de incidencia están muy altas entre los jóvenes, eso es cierto, pero no parece que esto pueda justificar la utilización de una panoplia de medidas restrictivas de derechos y libertades que los ciudadanos españoles aceptaron mayoritariamente de buen grado cuando la situación era claramente preocupante pero que es imposible que se reproduzca ahora. Nadie va a aceptar que le encierren de nuevo en casa indiscriminadamente, incluso estando vacunado, simplemente porque no encuentran la fórmula para controlar o seducir o reprimir a un segmento determinado de población.

Estamos en otra pantalla, afortunadamente, y me parece que algunos científicos y algunos políticos no terminan de darse cuenta de ello. Sin muertos y sin presión insostenible en los hospitales, las medidas excepcionales ya no tienen cabida. Así que habrá que ir pensando en otras soluciones. Incluso cuestiones como los cierres perimetrales o el cierre de la hostelería de forma global me empiezan a parecer excesivas. Con más de la mitad de la población vacunada hay pocas razones para privar a esos ciudadanos de sus libertades.

En realidad, están proclamando a gritos, en la Interterritorial y en los medios, la impotencia para gobernar a una franja de la población, entre los 18 y los 29 según dicen, que como era de esperar ha decidido ponerse el mundo por montera una vez que el riesgo más grave ha pasado. No son tontos los jóvenes. Saben que la pantalla ha pasado y que hay pocas probabilidades de que les suceda algo grave si se contagian. Lo saben, como lo saben sus padres y sus abuelos que ya están vacunados y que, por tanto, tampoco temen tanto el acontecimiento. No digo que hagan bien, digo que lo que hacen lo hacen con cierto conocimiento de la situación que no es del todo errado.

Nunca hemos jugado en serio a eliminar al coronavirus de forma absoluta. La apuesta fue por protegernos de él, no por acabar con él. Esa posibilidad se perdió en los primeros momentos en los que el rastreo se desvaneció. Nunca hemos rastreado. Tal vez porque era imposible en una sociedad globalizada y porque, como en otras pandemias, siempre hemos sabido que el virus ha llegado para quedarse, por lo que nuestra apuesta ha sido la inmunización y será también los avances en el tratamiento. Pueden producirse mutaciones y pueden ser más hábiles y contagiosas pero con toda seguridad nos harán menos daño. Es otra pantalla y no está claro que tenga sentido seguir midiendo la realidad con los mismos parámetros.

Pero persiste esa constatación de que las autoridades no saben cómo gobernar a la juventud. Coinciden en muchos casos con sus padres. No tienen medios materiales de coerción para impedirles hacer lo que de hecho está prohibido, como los botellones y las fiestas en lugares públicos, y ante la impotencia levantan la mano para pedir las libertades de todos, como si la resignación de los ciudadanos maduros pudiera arrastrar la voluntad de los que han decidido que la partida ha terminado para ellos.

Otra ocurrencia ha sido proponer vacunarlos a ellos los primeros, como si el comportamiento alegremente incívico debiera ser premiado con toda premura. Tal vez eso es lo que les sucede que cuando deciden que quieren algo, todo un mundo se rinde para ofrecérselo. Tampoco es una solución, no creo que los españoles de décadas anteriores que llevan aguardando con paciencia y precaución su dosis vaya a estar muy contentos de que se les salten para poder seguir tomando cubatas.

Lo que queda es vacunar. Vacunar y vacunar.

Estamos en otra pantalla. No me pueden decir que la situación de España ahora mismo es de “riesgo extremo” por las cifras de contagio porque todos sabemos que no es así. Hemos vivido peligrosamente, ya sabemos lo que es el riesgo y la enfermedad y la muerte.

Otra pantalla.

Otras soluciones.

Un campo de batalla político a extinguir. 

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