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Un preso político que disparaba a obreros en la nuca

Reunión entre representantes del PSOE y de EH Bildu en el Congreso de los Diputados.

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Ignacio Bilbao Goicoetxea, alias Basur y Txikito, está en huelga de hambre hasta que se consiga la independencia y el socialismo en el País Vasco. No tengo nada que objetar al modo en el que cada ser vivo elige para terminar con su vida. Le deseo suerte en su cometido. Iñaki Bilbao es uno de los personajes más siniestros de la banda terrorista, un criminal de la peor condición que jamás se ha arrepentido del dolor que ha causado, que se siente orgulloso y que ha asegurado en varias ocasiones que si sale de la cárcel cogerá una pistola y seguirá la lucha armada aunque sea solo. Un personaje infame que considera que la consecución del socialismo se realiza acercándose por la espalda a un obrero jubilado y metiéndole un tiro en la nuca por el simple hecho de ser miembro del PSE. Un traidor a las ideas de justicia social que propugna el socialismo. Un terrorista.

En estos días en que se ha hecho central en el debate de la opinión pública la memoria del dolor de ETA por el apoyo de Bildu a los presupuestos, la figura de Iñaki Bilbao sirve como hilo para comprender la hipocresía, la ignominia, los complejos y el simplismo con el que se aborda la relación del resto de actores políticos con Bildu. Un simplismo que la convivencia en paz no se merece y que precisa de una crítica a todos los actores en liza.

Los complejos de la izquierda española con la izquierda abertzale y el nacionalismo le provocan mirar para otro lado cuando a un personaje como el etarra Iñaki Bilbao se le llama preso político pervirtiendo la memoria histórica reciente de nuestro país. La huelga de hambre de Bilbao hace que ese complejo se atragante cuando admite sin revolverse que se le eche en cara la situación en prisión de lo que considera un preso político. Agacha la cabeza y se siente incapaz de plantar cara y ser vanguardia en la denuncia de un comportamiento que mancha la historia de la izquierda, del socialismo y del antifascismo al tolerar la romantización de la violencia terrorista en democracia para lograr sus fines políticos.

La izquierda tiene que aceptar que es una crítica legítima a Bildu recordarles sus orígenes y las pocas concesiones que han hecho a la memoria de las víctimas de ETA. Sobre todo en una cultura política como la progresista, que tiene impregnado el recuerdo lógico y legítimo a la derecha española de sus orígenes franquistas y el nulo recorrido que han hecho en el reconocimiento de las víctimas del franquismo y la condena de sus crímenes. No hay diferencia entre la crítica que hay que hacer desde la izquierda a la memoria y la historia de Manuel Fraga y Arnaldo Otegi. Tanto en la crítica a su pasado como en el reconocimiento de su posterior desarrollo político. Sin adorar ni mitificar, sin criminalizar y sin abjurar de la importancia de ambos en el reconocimiento de los medios democráticos como el elemento troncal en el que desarrollar su acción política.

El caso de Ignacio Bilbao sirve también como elemento para analizar el escándalo producido estos días por el apoyo político de Bildu a los presupuestos por parte de la derecha. Una hipocresía que queda desmontada acudiendo a la memoria. Ignacio Bilbao tuvo suerte en lo que respecta a la política penitenciaria gracias a la generosidad del Partido Popular de José María Aznar con Jaime Mayor Oreja como ministro del Interior. En el año 1997 se produjeron 15 traslados a cárceles más cercanas al País Vasco en una política penitenciaria que favoreciera una posterior negociación. Iñaki Bilbao fue uno de los beneficiados, en aquel momento cumplía condena por la colocación de dos artefactos explosivos en Derio que provocaron heridas graves a dos policías, entre otras acciones. El terrorista finalmente saldría de la cárcel en septiembre del año 2000 habiendo cumplido 17 años de los 52 a los que fue condenado con Mariano Rajoy de ministro del Interior y Ángel Acebes en la cartera de Justicia. El 21 de marzo de 2002 se acercó por la espalda a Juan Priede y lo asesinó.

El acercamiento de presos es una cuestión de derechos humanos, no una moneda en la negociación, sino una obligación moral democrática. Pero ¿qué consideración podemos hacer de quien cree que la situación de los presos es una baza en la negociación de vidas humanas en unas ocasiones y en otras no? El 22 de diciembre de 1979 salieron en libertad 14 presos de ETA, diez días antes había sido liberado Javier Rupérez del secuestro al que estuvo sometido por ETA. Fue casualidad, o eso argumentaron los responsables políticos. En 1998 ETA secuestró a Miguel Ángel Blanco y exigió el acercamiento de presos de ETA a cárceles vascas. El Gobierno de Aznar se negó. Sabemos todos el final. En la memoria de la derecha hay que marcar que estuvo bien liberar a presos de ETA cuando la vida en juego fue la de Javier Rupérez, pero no se negoció con terroristas cuando era la vida de Miguel Ángel Blanco la que se exigía en el intercambio. La moral de la derecha no puede ser la que marque el pulso de lo que está bien y lo que no en la relación negociadora con la izquierda abertzale. Ni antes, ni ahora. No tiene un ápice de legitimidad para marcar el camino a nadie.

Reconocer a Bildu los pasos dados en la dirección de la convivencia no significa obviar los que le faltan por dar y que impiden que la reconciliación sea efectiva de manera integral. Existen actos que no son tolerables y hasta que Bildu no rompa con ellos de manera frontal hará lesivo cualquier pacto y estrategia de acercamiento. Uno de esos hechos son los Ongi Etorri a los presos de ETA, homenajes que inciden en el dolor de las víctimas y que actúan de forma similar a como lo hacen las medallas a franquistas y torturadores. Todo acto que eche sal a la herida de una víctima es un acto a desterrar de la sociedad. Bildu no ha roto con esos homenajes que dañan la convivencia, y tiene que hacerlo.

Existe una buena noticia, un avance que no es suficiente, pero es un avance. Sortu lanzó un comunicado contra la huelga de hambre de Iñaki Bilbao, separándose de ella, pero con el típico lenguaje condescendiente a la hora de definir a un etarra sin escrúpulos. Lo definió como preso político. La izquierda abertzale va demasiado lenta a la hora de poner distancia con el terrorismo y sus coletazos discursivos, pero al menos va en la dirección correcta y es algo que la convivencia agradecerá.

Es esa convivencia y normalización política la que debe guiar el proceder de todos los actores interesados en que la violencia no esté presente en el debate público como un arma arrojadiza que impide el progreso. La violencia terrorista desapareció, los herederos de aquella cultura política ahora debaten en las Cortes y llegan a acuerdos para llevar a cabo unas ideas completamente legítimas que en democracia se llevan a cabo con acuerdos y diálogo. Depende de todos que ese camino nunca se vea revertido. El dolor y la memoria tienen que estar presentes en forma de empatía y respeto a quien sufrió sin compartir ideas. Esa comprensión es el pilar fundamental sobre el que construir la concordia.

En esa construcción colectiva de una sociedad que edifique sus mayorías con debates e ideas y que respete la memoria de quienes sufrieron, la izquierda tiene mucho que aportar sin dejarse llevar por la ceguera de quienes solo ven en la memoria de la violencia de ETA un ladrillo que arrojar al adversario para medrar. La cultura política de la izquierda está anclada en los principios de solidaridad, justicia social y respeto a los derechos humanos. Por eso es necesario construir un ideario, una retórica y un discurso que repudie y combata con convicción que se llame preso político a quien volaba la cabeza de un obrero jubilado. Sin memoria no hay progreso.

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