El remedio de la verdad
Nunca es triste la verdad, / lo que no tiene es remedio. J.M.S.
Gianni Vattimo asegura que «no nos gusta vivir en una sociedad abierta, incluso la gente que no cree en las verdades absolutas tiene la nostalgia de un referente fuerte o un padre autoritario pero esto también es un problema político, no solo filosófico». Para Vattimo la democracia no puede residir en una clase de detentadores de la “verdad” que ejerzan el poder, como lo ha sido en el pasado con las distintas dictaduras o en su día con el absolutismo, pero no se trata de que esta autoridad sea sustituida por “el poder incontrolado de los técnicos de los diferentes sectores de la vida social”.
¿La verdad filosófica está en manos del mercado? ¿La verdad del sistema se sustenta en la figura del rey que, en tanto jefe de Estado, garantiza los derechos fundamentales?
Borges dice que los hombres han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. En tiempos de individualismo supremo y descomposición social como éste que vivimos, alcanzar Icaria está muy lejos de relatos colectivos como el que acabó con el grito de “¡Tierra!” en boca de Rodrigo de Triana al divisar las costas americanas. Dejemos de lado una de ellas, la del camino religioso, y escojamos la travesía por el mar en una nave cóncava en busca de una isla griega, una suerte de Ítaca que no es otra cosa que el viaje al conocimiento, al saber. Mucho se ha especulado sobre un poema de John Keats, Oda a una urna griega, cuyos versos finales encierran cierto enigma sobre los conceptos de verdad y belleza: ‘Beauty is truth, truth beauty, –that is all / Ye know on Earth, and all ye need to know’, (“La belleza es verdad, y la verdad belleza. En la tierra, / Eso lo sabéis, y es cuanto os hace falta”). La lectura romántica, como la que se suele hacer con la historia de amor de los príncipes y de los nacionalismos, es que lo bello emana de los sentimientos y eso lo hace verdadero, lo convierte en la única verdad. Pero una lectura contemporánea, como la del escritor José María Guelbenzu en su novela Un peso en el mundo, sitúa la verdad en el esfuerzo de comprender los fenómenos que se presentan ante nosotros a través del pensamiento. Su ejemplo es el mar y expone el sentimiento que puede despertarnos, en la orilla, recibir la miríada de gotitas de la rompiente. Esa sensación de placer e incluso de felicidad se puede traducir como algo bello y, sin duda, verdadero, pero eso no es la realidad. O sí, es la verdad del canon romántico que confunde realidad con aquello que los sentimientos leen acerca del mundo. Pero si alzamos la vista de la rompiente y la fijamos en el horizonte, distinguimos el cielo del espejo de agua y vemos el cuadro en toda su dimensión. Así veremos también que desde la línea imaginaria del fondo comienza el movimiento del mar, que llega hasta la base del malecón para romper, atomizado, en polvo húmedo y también, por qué no, emocionarnos. El ojo no confunde, sugiere Guelbenzu, pero el ojo sin la mente es poca cosa. La mente continúa siendo poderosa, ya que no solo acompaña el interés por saber, por alcanzar la isla del peregrinaje a través del mar que menciona Borges, sino que guarda lo que se ha visto y lo devuelve cada vez que uno se lo pida. Eso es verdad, afirma Guelbenzu, y es bello que lo sea.
Troppo vero, le dijo Inocencio X a Velázquez cuando vio representada la verdad que el pintor vio en su persona. Más de dos siglos después, Francis Bacon reinterpreta esa verdad pintando a un Inocencio X que grita y se desfigura de una manera expresionista, como a punto de desintegrarse. Cuenta Robert Hughes que cuando visitó por primera vez la galería Doria Pamphili en Roma experimentó una curiosa visión de la obra de Velázquez. El cuadro está expuesto en una pequeña habitación que no permite la presencia de más de dos personas para que se pueda apreciar con comodidad. Dice Hughes que mientras se encontraba frente al retrato vio por el rabillo del ojo la imagen proyectada en un espejo de la decrépita puerta rococó de la sala. El resultado era el cuadro de Bacon, dice Hughes: la figura estirada del papa, lanzada, a punto de desaparecer.
La pintura de Velázquez, llena de verdad y belleza, inquietaba al papa; la de Bacon, con su mirada contemporánea, fue una manera de actualizarla. El rabillo del ojo de Robert Hughes es una forma de observar la realidad que, de la misma manera que el horizonte en el mar de Guelbenzu, oculto al principio por las gotas de la rompiente, enseña a no leer solamente aquello que se nos presenta como única verdad. Edipo, al fin, pudo ver todo lo que había ocurrido cuando ya estaba ciego. No hace falta llegar a eso. Buscar el horizonte de las cosas o atisbarlas por el rabillo del ojo puede que sirva de algo. ¿O acaso habrá que caer en la ceguera para ver todo el decorado sentimental del nacionalismo?