El resplandor
Nos hemos convertido en unos yonquis de la luz. La oscuridad, como el silencio, está en peligro de extinción. Especialmente en el interior de nuestras ciudades. Por eso alucinamos con la cantidad de estrellas que observamos en las noches de campo. Pero son las mismas que brillan en el cielo de la ciudad, lo que ocurre es que desde nuestra calle no se ven.
Para comprobarlo mejor basta con subir al anochecer a algún punto elevado de las afueras de la ciudad. Un lugar desde el que podamos observarla a vista de pájaro. Ese resplandor que emite la urbe, esa boina fosforescente que se eleva sobre sus calles cubriéndola por completo, es lo que llamamos contaminación lumínica, un problema que va mucho más allá de no poder ver las estrellas.
La principal causa de este conflicto medioambiental es el derroche de iluminación en las ciudades. Escaparates iluminados, luces de neón, rótulos y carteles luminosos. Esos gigantescos focos dirigidos desde larga distancia hacia los monumentos que más que iluminarlos los achicharran, edificios oficiales y bloques de oficinas con las luces encendidas toda la noche. Terrazas urbanas, paseos marítimos, campos de fútbol…
Y luego están esos rayos láser que se elevan al cielo en las noches de verano para señalar los garitos más horteras y macarras de la costa. Se me llevan los demonios cada vez que los veo iluminar el cielo como si fueran antiaéreos. Porque además resulta que están prohibidos, pero en algunos lugares sus propietarios prefieren pagar la multa y seguir usándolos como cebo para atraer a su clientela.
Otro buen ejemplo son esas farolas tipo globo que siguen alumbrando algunos paseos y plazas de nuestras ciudades. Si observamos la pantalla, una pecera esférica, comprobaremos que la mitad de la luz va directamente al cielo. Cómo es posible que en los tiempos que corren, en los que la eficiencia energética es uno de los diez mandamientos de todo gobierno municipal, sigamos manteniendo esas luminarias en las calles.
La opción correctora es muy sencilla: basta con sustituirlos por farolas con sombrero, es decir con una tapa superior que dirija los haces luminosos hacia abajo y evite la contaminación lumínica. Y si además empleamos leds en lugar de bombillas lograremos reducir el gasto hasta en un 90% con iguales prestaciones, pero sin “apagar” el cielo.
Pero el ahorro de energía no es el principal motivo por el que debemos combatir la contaminación lumínica. Los científicos llevan años alertando sobre sus efectos negativos en el ecosistema urbano: alterando el ciclo vital de las plantas, los biorritmos de los animales y afectando a nuestra salud.
Está demostrado que los procesos de adaptación a los diferentes niveles de iluminación y la ausencia de fases de oscuridad dificultan el necesario descanso del organismo, dando origen a molestias cada vez más frecuentes en la población urbana, como el insomnio, la fatiga o el estrés.
Prevenir todas éstas consecuencias y recuperar el medio ambiente nocturno es una tarea inaplazable. Para conseguirlo es necesario iniciar un proceso de desintoxicación lumínica de nuestras ciudades que nos libere del resplandor. Sin renunciar a la seguridad, pero atendiendo a la razón.