La restauración, la democracia y el museo
El pintor Antonio López remarcó una vez, en una entrevista, que fueron los impresionistas quienes lograron la independencia de la creación a finales del siglo XIX, cuando los pintores dejaron de ser artesanos que dependían de un sueldo de la corte y pudieron ejercer su arte en libertad. Sin embargo, matiza, que él trabajó en el cuadro de la familia real, una obra que fue un encargo a la antigua usanza.
Con un encargo el artista pierde su libertad radical, el libre albedrío creativo. Tal vez el último gran pintor en una corte fue Goya, quien además también trabajó de manera privada, es decir, que también desarrolló una obra surgida exclusivamente de su voluntad creadora, como las series de litografías Caprichos y Desastres y las Pinturas Negras que produjo en su casa de Madrid conocida como la Quinta del Sordo, levantada sobre el río Manzanares, en la margen opuesta al Palacio Real.
Según Robert Hughes, a pesar del ideario liberal de Goya, puede que exista un deseo manifiesto de leer una crítica en su retrato de la familia del rey Carlos IV, pero no hay ninguna evidencia de que pintase un desfile de bufones en esa obra, “incluso puede ser que Carlos y María Luisa fueran mucho más feos en la vida real, y que el retrato sea un auténtico acto de caridad”, sugiere.
De todas maneras, en ese retrato hay una cuidada intención por reflejar la inocencia de los niños y, en contraste, cierta afectación en el carácter de la reina María Luisa quien al igual que el papa Inocencio X dijo a Velázquez, podría afirmar que su retrato es troppo vero. Al final de su vida, Goya produjo sus célebres Pinturas Negras en las que la crítica ve un marcado expresionismo y un anuncio de la abstracción como ocurre con el cuadro Perro semihundido, cuadro de una enorme carga existencial en cuya base asoma la cabeza de un perro que alza su mirada con cierta angustia hacia un vacío, una gran superficie de color ocre.
En las obras de artistas contemporáneos como Mark Rothko, Jackson Pollock o Antonio Saura podemos encontrar huellas de Goya en una deriva hacia la abstracción total o en cierta figuración, como en el caso de Saura, quien llega incluso a interpretar el cuadro Perro semihundido en su obra El perro de Goya, donde más que un animal vemos la garra de la angustia y aún con mayor carga y casi nula figuración en el Retrato imaginario de Goya. Antonio López le quita hierro al hecho de abandonar el óleo que elaboró intentando pintar el membrillero afirmando que su intención real, su apuesta artística trasciende el cuadro ya que su pulsión le lleva a acompañar el movimiento vital del árbol.
Obviamente, con la familia real no le puede ocurrir lo mismo, y aunque López no trabajó con fotografías y cada intervención que se hizo en la tela es el resultado de su relación física, de su proximidad con los entonces reyes, está claro que no puede “acompañar” aquello que busca ya que desde el principio esa relación está viciada por una imposición, la de la materialización –incluso contra la voluntad del artista– del cuadro, con lo cual el resultado final es una voluntad de los retratados y no una obra de López.
Es decir, no la verdad del artista, sino la versión oficial de los monarcas. Puede que Lucian Freud haya podido salvar este obstáculo con el retrato de características inusuales que realizó de Isabel II. Freud, quien afirmaba “yo no pinto lo que veo sino lo que es”, pintó a la reina en un cuadro cuya dimensiones físicas no superan a las de una postal, una pieza de apenas 15,2 x 23,5 centímetros. El foco está puesto en el rostro, un severo close up que corta la corona en la parte superior, los cabellos de la soberana en los laterales y su cuello en la parte inferior.
El periódico Daily Telegraph, cuando el trabajo se hizo público, lo definió como “íntimo, el cuadro de un individuo más que de un jefe de Estado en todos los aspectos menos en uno. La reina, de forma muy excepcional incluso entre los retratos reales del pasado, lleva una corona”. Claro que la corona, en este caso, fue incluida en el último momento, ampliando dos centímetros la altura del cuadro. No se sabe si el hecho de retratar a la reina con ella fue una decisión posterior de Freud o fue que, avanzado el trabajo, quiso simplemente darle más tamaño. Aunque Freud definió su propia obra como “una gran pequeña pintura”, al poco tiempo la Casa Real inglesa convocó a la fotógrafa Annie Leibovitz para que realizara un retrato real dentro de las convenciones. Andy Warhol también estaría dentro de estas convenciones con su técnica de copista infinito, de ejecutor de copias de aquello que se y no lo que es en el sentido que le atribuye Freud aunque, sin embargo, hay quien le encuentra valor a ese vacío
El tiempo también pinta, decía Goya. La restauración es una técnica que niega de alguna manera el relato del tiempo porque borra lo que este ha pintado en el cuadro. Antoni Tapies es uno de los artistas que se muestran contrarios a su utilización; sostiene Tapies que el cuadro en tanto proyección matérica de un creador no debe ser alterada por ninguna mano, ya que su proceso de degradación es voluntad del relato del tiempo. Puede que algo parecido suceda con la restauración y las monarquías: se restaura un relato y del mismo modo que Goya convivió con Picasso en el Museo del Prado durante buena parte de la Transición, la Corona, técnicamente restaurada, convive aún con la democracia en el marco de una monarquía constitucional. En un país, no en un museo, donde –tal como solía recordar Jorge Semprún– se impuso el hábito de pintar reyes antes que decapitarlos, como en otros países europeos.