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No hay pruebas de que hayan muerto 10.000 personas por el coronavirus iniciado en Wuhan (China)

Antón Losada

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Si le preguntáramos a un especialista en gestión de crisis, que los hay y muy buenos porque de esto, como de todo en la vida, conviene saber un poco, nos diría que, a la vista de las tendencias moderadoras de las cifras y habiendo confirmado la segunda prórroga del estado de alarma, hemos entrado en la fase más delicada en el manejo de una crisis: la fase de contención; justo cuando se ve el final del túnel tan cerca, que la luz puede acabar cegándote fácilmente.

A la recomendación obvia de concentrar y sostener el esfuerzo y los recursos en detener la expansión del alcance y minimizar los daños, evitando dispersarse en decidir qué hacer cuando todo haya pasado, los expertos recomiendan definir ahora con absoluta claridad los valores y prioridades a proteger. No se puede arreglar todo, ni se puede atender a todo. Todo el mundo debe saber a qué atenerse. Ya no vamos corriendo detrás de los fuegos, el objetivo es anticiparse. Qué va primero, utilizar los recursos de la privada o crear hospitales de campaña, a quién se le van a hacer primero las pruebas, quién tienen preferencia en la UCIs, qué pasa si eres mayor, quién es responsable de tu cuidado si eres mayor, estás en una residencia y te has contagiado. Otro tanto respecto a las consecuencias económicas y sociales de la Covid-19: ¿Se va a optar por distribuir el sufrimiento como en 2007 castigando más a quienes más sufrían o se va a redistribuir haciendo que soporte más quien tenga más capacidad para aguantarlo?

Clarificar la información se vuelve innegociable en esta fase, recomiendan los expertos. Durante las crisis siempre sobran ruido y fanfarrones. Hay que reducir los niveles de ambos por cualquier medio necesario. No es el momento de engancharse en una polémica con los informadores sobre cómo se hacen las preguntas en una rueda de prensa, qué es la libertad de prensa o los limites del derecho a la información.

El problema de mucha de la información oficial que nos llega de las diversas administraciones no reside tanto en la censura, sino en su baja calidad y eso la hace inútil, además de mala. La mayor parte del tiempo se les va en añadir dramatismo a una situación que no necesita que nadie le añada más, gustarse en una épica churchiliana de garrafón o impartirnos sesiones de terapia o coaching que nadie les ha pedido. Eso en el mejor de los casos; cuando no se les va en explicarnos lo mal que lo hacen todo los demás y lo figuras de la gestión que son ellos.

Explican poco, lo poco que explican lo cuentan mal y generan más incertezas que claridad. La calidad de tu información sustenta tu credibilidad. Si tu información es mala, acabas teniendo la misma credibilidad que el tuiter de Santiago Abascal porque qué más da si, al fin y al cabo, sólo se trata de decir lo que te conviene y hacer propaganda…

No necesitamos épica, ni coaching. Precisamos información útil que nos dé instrucciones operativas para protegernos de la amenaza y manejar la incertidumbre. Necesitamos, por ejemplo, que nos digan de una vez si hay que poner la mascarilla o no, cómo y cuándo se consigue y se pone; no que nos cuenten que hay un debate científico, que se lo están pensando y que ya nos dirán algo.

Avisan también los expertos sobre la necesidad de evitar ahora más que nunca las trampas de la credibilidad. Tentaciones que arruinan en segundos la fiabilidad que tanto trabajo cuesta ganarse. La primera es entregarse al partidismo, buscar la ganancia a corto plazo. La historia suele ser cruel con quien no sabe resistirse, sus pérdidas a medio y largo plazo acostumbran a ser devastadoras. La segunda es instalarse a un énfasis excesivo en los escenarios positivos; el tiempo suele quitarte la razón y a la gestión de la crisis añade la siempre complicada gestión de la decepción. La tercera reside en tratar de aparentar decisión y contundencia, cuando todos sabemos que nadie puede estar seguro de lo que dice o lo que hace. El liderazgo se demuestra dudando sin miedo.

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