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Violencia machista, violencia patriarcal

Beatriz Gimeno

Hemos vivido una semana negra en la que la violencia machista ha asesinado a cuatro mujeres. Sabemos que la lucha contra esta violencia no forma parte de las preocupaciones del PP, que seguramente cree que no merece la pena dedicar dinero a esto. Cuando la ministra llamó a estos asesinatos “violencia doméstica”, estaba formulando toda una declaración de principios y marcando el camino a seguir: es una violencia que debe volver a formar parte de lo privado y como tal dejar de ser objeto del debate y la preocupación pública. En el mismo sentido va el anteproyecto de reforma del Código Penal diseñado por el ministro de Justicia, que parece que elimina el concepto de violencia de género.

Por el contrario, le debemos a Zapatero (y a algunas de sus ministras) el haber puesto en el debate público la violencia machista; el haber contribuido a sacar de las catacumbas de lo privado una violencia, que es ideológica y política y que se ha llevado por delante las vidas de miles de mujeres. Durante la etapa socialista se nombró, se legisló, se destinaron fondos, se implementaron políticas adecuadas, se contribuyó al cambio social frente a este fenómeno; es decir, se combatió y, sobre todo, se ofreció cobertura y apoyo a las víctimas y a sus hijos e hijas, ofreciéndoles la posibilidad de escapar de la violencia.

Todo lo hecho por los gobiernos socialistas era necesario y justo, el camino abierto es el camino por el que habremos de seguir en cuanto podamos, pero aun así es necesario saber que no es suficiente y que los asesinatos de mujeres a manos de hombres con los que tenían o habían tenido relación sexual y/o sentimental seguirán produciéndose.

Esto será así mientras sigamos pensando que la violencia machista puede combatirse sin poner nombre y combatir al sistema que ha creado y que mantiene la desigualdad: el patriarcado; que existe de la misma manera que existe el capitalismo aunque a menudo nos hagan pensar que no, que esta forma cultural de organizarnos y construirnos como hombres y mujeres es natural. No lo es; y por eso no basta con incorporar a las mujeres al trabajo asalariado o a la educación, con que sean ministras o estén en igual número en los consejos de administración. Eso es muy importante, pero no es lo único. Tendemos a olvidar que los países nórdicos, pioneros en poner en marcha políticas específicas de lucha contra la violencia de género, siguen siendo países con índices muy altos de asesinatos por violencia machista y en delitos sexuales.

Porque para eliminar la violencia machista tenemos que cambiar radicalmente los mecanismos sobre los que se levanta nuestra cultura en lo que hace al sexo/ género, la manera en que nos construimos como mujeres y como hombres desde la infancia, la manera en que nos relacionamos, el valor que se nos asigna a unas y otros culturalmente. Es decir, mientras sigamos siendo irreductiblemente diferentes, no podremos ser iguales. Porque la diferencia de género es, sobre todo, diferencia de valor. Lo que estamos consiguiendo las feministas es igualarnos en las leyes y en las oportunidades sociales, pero no avanzamos al mismo ritmo (e incluso retrocedemos) en la deconstrucción de lo simbólico, es decir, en lo que nos construye subjetivamente y como seres sociales. Mientras sigamos pensando que de los pares activo/pasiva; inteligente/intuitiva; fuerte/dulce; proveedor/maternal; promiscuo/fiel; valiente/tímida, agresivo/pacífica... (y otros mil que nos inventemos), la primera parte es propia de los hombres y la segunda de las mujeres, no iremos bien.

Y no vamos bien porque, como ocurre siempre que un grupo social busca un cambio que es contrario a los presupuestos básicos sobre los que una determinada sociedad se funda –en este caso la desigualdad de género–, y a los intereses del grupo social privilegiado –en este caso los varones–, la resistencia social es enorme. Quien sea maestra, profesor o madre/padre sabe muy bien el enorme retroceso sufrido en la última década entre los niños/as y adolescentes.

Sí, hemos conseguido enormes avances, pero las escuelas infantiles viven una invasión de rosa: niñas vestidas de rosa y todo tipo de artilugios rosas, desde carteras, bolígrafos a bicicletas, que diferencian a los niñas de los niños antes de que puedan decir una sola palabra ni expresen ningún deseo propio. Y después las adolescentes, aunque no vistan de rosa piensan en rosa y siguen soñando con el príncipe azul, una idea del amor romántico omnipresente en el que ellas ocupan un lugar completamente diferente del de los chicos y que la cultura popular estimula constantemente. Príncipes que salvan princesas y no princesas que salvan príncipes ni, sobre todo, que se salvan a sí mismas. El amor romántico impregna la cultura popular y la satura de significados de desigualdad, de pasividad femenina, de sacrificios que ellas hacen por amor, incluso contra sí mismas.

Esa es la educación sentimental que tienen, porque la educación sexual la reciben exclusivamente del porno al que chicos y chicas están sobreexpuestos a edades muy tempranas; y nunca antes los chicos y las chicas habían tenido una idea tan distorsionada (y machista) del sexo, absolutamente ligado a imágenes de dominación masculina y sumisión femenina. Para ellos y ellas, la pornografía es la realidad de la sexualidad, el modelo ideal de relación. Y en todo caso estamos todo el tiempo sometidos a una persistente y omnipresente cultura audiovisual que en su mayor parte, es sexista y misógina. Nunca antes el cuerpo de las mujeres ha estado tan presente y tan sexualizado al mismo tiempo; nunca antes hemos estado sometidas a tantas presiones para que lo arreglemos, lo cincelemos, lo convirtamos en un objeto sexual “normalizado”; para que seamos madres a toda costa, para que seamos “femeninas” a toda costa, para que nos enamoramos como es debido, para que no vivamos ni nos atrevamos a imaginarnos solas y emocionalmente independientes.

Para, en estas condiciones, provocar un cambio real sin prohibir y censurar, que no suele dar buen resultado y además es imposible, lo que hay que hacer es educar. Ofrecer a los niños y las niñas y a los y las adolescentes un currículum agresivo y potente en educación sexual, en valores, en igualdad que contrarreste y combata los valores culturales dominantes. La universidad de Midddlesex acaba de publicar un estudio en el que asegura que la única manera de contrarrestar la influencia del porno entre chicos y chicas es ofrecerles educación sexual veraz, especialmente en lo que se refiere a los placeres y deseos de las chicas, permanentemente invisibilizados en la pornografía mayoritaria. Sin cuestionar por completo el sistema, es imposible atajar la violencia contra las mujeres porque es como tratar de taponar un géiser con un dedo.

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