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Las ciudades de una civilización inteligente

Aparcamiento de bicicletas en Barcelona, ciudad que ya cuenta con un proyecto para introducir las supermanzanas

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Si decidimos definir la inteligencia como la capacidad para comprender el medio que nos rodea y adaptarnos a él, con la preservación de nuestra existencia (el más supremo de nuestros instintos) como condición de base para todo lo demás, podríamos concluir que nuestra civilización no está haciendo gala de demasiada. En efecto, nuestras tímidas acciones frente al elevadísimo riesgo de catástrofe climática evidencian que estamos subestimando gravemente ese riesgo.

Para suplir esta temeraria falta de visión, sería sin duda de gran ayuda disponer de tan sólo una hora de entrevista con un amable representante de alguna civilización más inteligente que la nuestra (no demasiado, a fin de poder entender algo de lo que nos planteara) para preguntarle acerca de los próximos pasos que deberíamos dar como especie. Según un estudio de la Universidad de Nottingham recientemente publicado, debería haber al menos 36 civilizaciones capaces de comunicarse con nosotros en la Vía Láctea, de modo que convendría preparar una buena lista de preguntas en caso de que se nos presentase tan tentadora oportunidad.

Mientras ésta llega, podemos atrevernos a imaginar algunas respuestas. He comenzado hablando de ecología (que, más que una cuestión política, es petición de principio de la política) y no se me ocurre un ámbito más apto para la revolución ecológica que la Tierra nos suplica que el de las ciudades.

Para empezar porque no podemos separar las ciudades y su planificación de la planificación de los transportes, sector que, según los datos del Ministerio para la Transición Ecológica, es responsable de cerca de un 27 % de las emisiones de gases de efecto invernadero en España (sólo el transporte por carretera lo es del 25 % de esas mismas emisiones). De hecho, una planificación sostenible debería tender a adaptar la construcción de viviendas y el uso del suelo a la oferta de movilidad y no a la inversa, con los actores públicos asumiendo plenamente su rol estratégico.

Pero, más allá de lo anterior, la ciudad es el elemento que mejor caracteriza una organización social: nuestras elecciones como civilización cristalizan en ella. Así pues, ¿cómo serían las de una civilización que pudiéramos considerar inteligente?

En vísperas de una nueva bifurcación

Quizás resulte más fácil visualizar una civilización más avanzada que la nuestra en negativo, es decir por lo que a buen seguro no encontraríamos en ella: maltrato animal, fanatismo religioso… o espacios públicos intransitables para las personas con movilidad reducida. En positivo, podríamos especular con que tal civilización dispondría de ‘ingenieros ecológicos’, que serían los encargados de diseñar ecosistemas industriales: unidades de producción circular que eliminaran por completo la noción de residuo, en simple aplicación del principio de funcionamiento de la naturaleza (sirva para ilustrar esta idea una aplicación ya existente y cada vez más extendida como es la conversión de desechos en alimentos por medio de hongos). En cuanto a sus ciudades, es fácil imaginar que la abundancia de vegetación y la belleza del paisaje urbano ocuparían un espacio privilegiado en la mente de sus planificadores.

Por supuesto, nuestras elecciones como sociedad están condicionadas por la tecnología disponible y los modos de producción y consumo que de ella se derivan, por lo que no todas las opciones están aún a nuestro alcance, si bien numerosos cambios revolucionarios podrían encontrar en la actual crisis una plataforma de lanzamiento. Seguramente no sería la primera vez que una epidemia cambia el curso de la Historia. ¿Y si la devastación de la Peste Negra, que acabó con un tercio de la población europea en menos de 4 años, hubiera sido la perturbación arbitraria en el origen de la cadena de cambios rupturistas que nos liberaron de la cárcel del oscurantismo, desde el Renacimiento hasta la Ilustración y las Revoluciones Industrial y Francesa, pasando por la Revolución Científica? Sin duda se trata de epidemias de calado muy diferente, pero la lección común es que nunca debe infravalorarse el potencial transformador de los horrores de la enfermedad.

¿Hacia un éxodo urbano?

Como sabemos, una primera consecuencia de esta crisis podría ser la aceleración de la extensión del teletrabajo. A título de ejemplo, una encuesta publicada en marzo encontró que casi un 30 % de los ocupados madrileños tenía la posibilidad de teletrabajar. Es desde luego un porcentaje elevado. Teniendo en cuenta el cada vez más injustificado precio de la vivienda en las grandes ciudades, la opción de trabajar en una oficina sólo una pequeña fracción de los días o incluso nunca lleva a considerar la hipótesis de un éxodo hacia el campo que podría tener lugar durante la próxima década. Tal éxodo presentaría algunos riesgos en términos de sostenibilidad, en particular una acentuada dependencia del coche, pero también podría abrir la puerta a modelos de organización social completamente nuevos. Merecen especial atención las llamadas eco-aldeas, que podríamos definir como lugares de vida y experimentación (social, educativa, agrícola) desarrollados en un entorno rural y en transición hacia un ideal ecológico y solidario. Aunque libres de elegir sus prioridades y sus métodos (siempre en armonía con el territorio en el que se establecen), temáticas como la holocracia, la andragogía o la permacultura, así como la búsqueda de un equilibrio económico, suelen forman parte de su propuesta.

Ciudades para todos

El geógrafo francés Christophe Guilluy fue pionero a la hora de analizar la creciente relevancia del eje de fractura que opone las grandes ciudades globales, que concentran cada vez más la riqueza y las oportunidades, a las “provincias”. En este sentido, es particularmente interesante el caso francés y la divergencia entre los resultados electorales de la región parisina y los de la llamada “Francia periférica”, sobre todo cuando la disyuntiva política consigue escapar al eje tradicional izquierda-derecha. Un ejemplo destacado de este fenómeno fue el resultado del referéndum en ese país a propósito de la Constitución europea, allá por el 2005, en el que el “no” venció a pesar del masivo apoyo de las élites políticas y mediáticas parisinas. Ese resultado anticipó de forma muy temprana una nueva línea divisoria que marca el debate político hoy en día, la relativa a la cuestión de la mundialización.

Tal antagonismo entre la población de las grandes ciudades, especialmente las capitales, y el resto podría estar llamado a acabar si, en paralelo al éxodo planteado anteriormente, operara una revolución en el modo en que habitamos las macrourbes, que podrían pasar a convertirse en espacios de propiedad circular. Según este modelo, tanto el privilegio que supone vivir en ellas y acceder a las oportunidades que ofrecen como los grandes costes de diversa índole que dicho privilegio implica, serían compartidos, sin vocación de permanencia: sólo una pequeña minoría viviría todo el tiempo en esas grandes ciudades mientras la mayoría, gracias al teletrabajo, lo haría sólo ocasionalmente (aunque con una frecuencia más elevada que la de un turista en virtud de este tipo de copropiedad) y realizaría el grueso de su día a día en un entorno próximo a la naturaleza. Que esta idea de viviendas en rotación resultara atractiva en términos de confort y precio podría requerir alguna forma de iniciativa pública, así como estrategias ingeniosas para aprovechar mejor aquellos espacios que quedan desocupados periódicamente. Sin duda, sería preciso también un desarrollo consecuente de las infraestructuras de transporte ferroviario, el más sostenible.

En todo caso, y se confirme o no la hipótesis de un éxodo urbano, resulta claro que iniciativas radicales como la de las eco-aldeas responden a inquietudes y tendencias de fondo. Frente a ellas, o complementariamente a ellas, emergen alternativas menos rupturistas de recuperación de las grandes ciudades, especialmente en el plano de la movilidad.

Democracia y proximidad

Un aspecto central cuando hablamos de un ideal de sociedad y, en particular, de ciudad tiene que ver con la manera de gobernarla, con el método de decisión. En este sentido, la deseable descentralización del poder hacia el ámbito municipal para acercarlo verdaderamente a los ciudadanos podría venir acompañada de nuevos sistemas de representación que trataran de superar el sesgo de participación de la democracia directa. Mi propuesta a este respecto es sencilla: que cada ciudadano elija a un representante, por ejemplo a partir de una lista de representantes seleccionada en una primera elección tradicional, y que el voto de los representantes sea ponderado en función del número de personas que lo han elegido. Cada representante estaría obligado a indicar el sentido de su voto antes de cada votación y los ciudadanos podrían cambiar en todo momento de representante de forma telemática. Este sistema tendría todo lo bueno de la democracia directa (en la práctica, todos los ciudadanos podrían votar en todas las votaciones, sin más que elegir un representante cuya posición fuera la deseada), pero no exigiría a los ciudadanos participar en cada votación, sino que su representante quedaría nombrado de manera indefinida y participaría en todas ellas hasta que eventualmente (y tal vez sólo temporalmente) fuera desposeído de su prerrogativa de representación. Ésta sería una política auténticamente democrática para una polis que los ciudadanos serían libres de modelar a su imagen, en constante reinvención, siempre sorprendente. Sin duda, tal modelo requeriría para empezar ciertas reformas legales. ¿Por qué no ponerlas en marcha desde mañana?

Algunas ideas concretas para una movilidad racional

Como sabemos, en los últimos años están teniendo lugar numerosas reflexiones ligadas a la movilidad y, más en concreto, al papel del coche en las grandes ciudades. Una de las que considero más relevantes tiene que ver con la reconversión radical de sus primeras circunvalaciones en anillos verdes o, quizás con un enfoque más realista, en bulevares urbanos. No se discute la idea de circunvalación, sino la pertinencia de que las mismas sean tan próximas al centro, que discurran por zonas muy densamente pobladas, fracturando con ello el tejido urbano. Así, en Madrid y París las circunvalaciones con más intensidad de circulación, la M30 y el Boulevard Périphérique respectivamente, tienen un radio ficticio en el entorno de los 5 km, mientras, en el caso de Londres, la M25 está en el entorno de los 30. La citada conversión, gradual, en bulevares urbanos consistiría en reducir el número de carriles a un máximo de 3 por sentido y, de ellos, reservar 1, mediante una barrera física como un pequeño resalto longitudinal, a movilidades sostenibles (por ejemplo, los llamados autobuses de tránsito rápido, de mayor capacidad, velocidad y fiabilidad, dado que el carril por el que circularían estaría preservado de los atascos). Y, para una mayor permeabilidad, las circunvalaciones presentarían más cruces peatonales, a nivel y regulados por semáforos, y las velocidades quedarían limitadas a 50 km/h en todos sus tramos.

En la misma línea, sería deseable la extensión de las zonas de bajas emisiones existentes, que se caracterizan por impedir la entrada en ellas a los vehículos más contaminantes y, de esta forma, preservar las zonas más densamente pobladas de las externalidades negativas ligadas al coche (contaminación, ruido, siniestralidad, congestión), así como la reducción progresiva de las plazas de estacionamiento en superficie, que al mismo tiempo podrían gestionarse con más eficiencia gracias a los sistemas capaces de detectar en tiempo real las plazas libres y comunicar su posición a los usuarios a través de aplicaciones. Por supuesto, toda reducción de la oferta de movilidad individual motorizada debería ir precedida de un aumento de la oferta de movilidad sostenible en transporte colectivo, vehículo compartido o bicicleta, y los incentivos vía precio para reflejar en él las mencionadas externalidades negativas y favorecer la demanda de movilidad sostenible (especialmente el transporte público gratuito, el estacionamiento gratuito para los usuarios de vehículo compartido, los peajes urbanos y la fiscalidad ecológica sobre los combustibles) deberían explorarse al máximo, todo ello integrado en un sistema de redistribución de la riqueza que evitara un empobrecimiento relativo precisamente de las clases más pobres, que son a menudo las más dependientes del coche.

En cuanto a los peatones, urge su vuelta a lo alto de la jerarquía de la movilidad, lo que podría concretarse en peatonalizaciones sistemáticas en el marco de supermanzanas: el tráfico de paso se derivaría a los contornos de dichas supermanzanas, que sólo podrían ser penetradas por el tráfico residencial o de reparto.

Y, por qué no, podemos imaginar también soluciones tecnológicas (sólo ligeramente) futuristas como los ’trenes’ de vehículos autónomos para transporte público, compuestos por módulos que se unen y separan al entrar y salir de las zonas con mayor densidad de población (optimizando así el uso de módulos a lo largo de cada itinerario) y que podrían operar a la demanda, es decir sin una programación regular; los vehículos pesados autónomos (que circularían de noche, contribuyendo a la descongestión de las carreteras) y eléctricos (tal vez guiados por catenarias); las carreteras capaces de recargar vehículos al circular sobre ellas y de generar energía fotovoltaica, o incluso los autobuses que pueden circular por encima de los coches.

Por lo demás, creo necesario seguir reivindicando el modelo de ciudad densa (o intensa), en tanto que es el único que permite una oferta de transporte público lo bastante amplia como para ser atractiva frente al coche y, a pesar de esa densidad, socialmente rentable, y también el único que permite una oferta abundante de comercios de proximidad, los cuales, situados en los bajos de los edificios, contribuyen entre otras cosas al tránsito en el espacio público y a su seguridad.

Más allá de la movilidad

No querría dejar de mencionar algunas ideas ajenas al transporte que, aun siendo de una gran sencillez conceptual, pueden mejorar de manera concreta nuestras ciudades y nuestras vidas. Una de las que más me gustan es la de las monedas locales. Estas monedas, utilizadas en un ámbito inferior al nacional, restringen su uso al pago de determinados bienes y servicios (los más esenciales) y tienen por objetivo proteger el empleo local. Al compartimentar territorialmente una parte de la economía, su efecto final es el de limitar su financiarización y las dinámicas de deslocalización y desigualdad asociadas a la mundialización. La implicación ciudadana en el éxito de esta idea es por supuesto clave, de modo que sería una muy buena noticia que en España comenzáramos a hablar mucho más sobre ella, como ya ocurre en otros países de nuestro entorno.

En efecto, todo un movimiento en defensa de la relocalización y el comercio de circuitos cortos comienza a hacerse fuerte en Europa y probablemente sea uno de los debates políticos centrales de los próximos años. Las ciudades no pueden ser sino protagonistas de dicho movimiento, por ejemplo gracias la agricultura urbana. Eso sí, para transformar los deseos en hechos deberán establecerse incentivos concretos que favorezcan la competitividad en precio de la producción local y un etiquetado funcional sobre el origen de todo lo que consumimos.

Un cambio de era hacia una era de cambio

Espero que las ideas previamente expuestas acerca de la posición central de las ciudades en el marco de la revolución ecológica que está por venir puedan ser de interés para los lectores. Aunque hay que asumir que de poco servirán si se confirman nuestros mayores temores a propósito de la Singularidad, ese evento tecnológico que algunos anuncian para antes del 2045 y que implicaría la aparición de una inteligencia artificial capaz de mejorarse a sí misma indefinidamente y tal vez volverse contra nosotros. Ante nuestra incapacidad para evaluar semejante riesgo, hay incluso quienes piden aplicar el principio de precaución y frenar en seco la rama central del progreso humano. Ojalá contáramos con nuestro embajador interestelar para orientarnos ante estos dilemas. En su defecto, sólo nos queda asumir nuestra responsabilidad a la hora de crear nuestra suerte, encomendarnos a nuestra inteligencia y a nuestras decisiones individuales y colectivas. ¿Quiénes merecerán hablar en nombre de la Tierra?

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