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Ensoñación
Algunas noches antes de dormirme, cuando los afanes, vendavales y tormentas de la vida me desasosiegan, me gusta guarecerme en un refugio. Me basta un refugio humilde, sencillo, sin pretensiones. Algunas veces lo excavo en la cuesta de una loma; otras lo construyo con piedras, y cuando tengo mucha prisa, lo hago con palos y ramas que luego cubro con barro.
La ubicación la elijo con sumo cuidado. No vale cualquier sitio. Me gusta elegir lugares estratégicos: las laderas soleadas al abrigo del viento y con vistas espectaculares suelen ser los mejores sitios. Eso sí, mis refugios tienen que ser seguros y, a pesar de su sencillez, tienen que ser acogedores, confortables. Por ello, no puede faltar un fuego crepitante que me suspenda y me embargue. Y si por un casual tuviera a bien llover, silbar el viento o aullar el lobo, entonces, mi placidez y deleite son ya completos.
Cuando estoy en mi refugio, me siento a salvo como el zorro en su madriguera, como el oso en su cubil. Cuando estoy en mi refugio, me siento libre, ligero y en comunión con la naturaleza, con el universo insondable. Mi ensoñación es algo así como una querencia que me retrotrae a tiempos ancestrales y atávicos; una querencia primaria que me reconforta y consuela.
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