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Flaco servicio a la justicia, uno más

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La justicia, qué palabra magnífica llena de resonancias épicas, limpias, universales… Igual en cualquier idioma. Capaz de inflamar los humanos corazones y mover voluntades pese al propio interés prosaico para, ignorando el natural egoísmo, agitar briosamente las conciencias que trazarán la raya para proclamar públicamente que de aquí a ese lado jamás hemos de pasar y quien forzarnos quiera ha de estar dispuesto a arriesgar algo más que la hacienda.

Los traficantes de emociones lo saben bien, los mercaderes de patrioterismos conocen sobradamente los resortes a manipular para encender la llama tantas veces prendida con el objetivo de enfrentar facciones, pueblos, vecindarios… para, bajo el pendón de ¡no es justo!, o ¡es de justicia!, movilizar a las masas para cargar, una vez más, bajo el pabellón decepcionante de ¡quítate tú para ponerme yo!

El pretexto suele ser de índole paranormal o metafísico, sentimental o romántico, épico o glorioso. Lo suficientemente sencillo como para que los ilustrados y los iletrados coincidan en el fuego sagrado de la causa de la justicia trascendental que procurará un futuro y un porvenir que las generaciones herederas conmemoren y recuerden esculpido en el mármol inmarcesible de la posteridad.

Cuántas veces taimados rábulas acrecen el pretexto de un grano de arena y lo restriegan contra la sensibilidad de nuestra conciencia hasta que resulta insufrible la rozadura que nos impide cambiar de asunto y allá por donde caminamos, por donde nuestros ojos buscan sosiego no hallamos más que aguijonazos que la escoriación en la que aguija la sagaz marrullería de los buhoneros de la justicia su interés y nuestra perdición.

Olvidamos lo que nos mueve a saltar del cálido lecho a horas intempestivas, a entrar en la atmósfera desabrida de la mañana de lunes a viernes, a esforzarnos en el trabajo, a pelear contra nosotros mismos por lo que sustenta la vida de nuestros afectos, por las tibias sensaciones que restauran nuestros ánimos cuando los reveses consustanciales a la existencia parecen a punto de doblegar nuestros alientos. Profesionales que no están a nuestro servicio agitan con tal maestría los paños que ondean ante nuestras narices que ya no existe más dios ni más san pedro que la injuria, el agravio, la ofensa, la portentosa humillación, el ultraje inadmisible que quienes se tengan por gente de bien no pueden dejar pasar. Tolerar aquello es rebajarse hasta extremos en que la deshonra y la vergüenza empañarán para siempre jamás la trayectoria de quienes son aludidos. Manipulados, manejados, usados para reclamar por otras vías, otras formas el viejo, prosaico y ramplón ¿qué hay de lo mío?, para ¡quitar a estos y ponernos nosotros!

Cuántos inocentes estamos dispuestos a sacrificar para encumbrar los gigantescos egoísmos que abrigan las pequeñas tallas de quienes se postulan como quintaesencia de la justicia sin más mérito que estar ahí. Quienes según su propio parecer encarnan la dignidad y el orgullo de los pueblos. Aquellos por cuyas ambiciones debemos inmolar a nuestros hijos.

¿De verdad queremos ofrecer a torpes politicastros de vía estrecha y escasísimo recorrido como mártires a los infelices enajenados de su facción o de la contraria?

Nosotros, gentes vividas y responsables a quienes no mueven las bravatas de unos ni las deshonestas ambiciones de otros, estamos muy por encima de las intrigas en las que nos quieren embarcar los embaucadores de oficio como a lo largo de los últimos doscientos años sus ascendientes arrastraron a los nuestros de masacre en desgracia. A la codicia sátrapa, a la avidez ilimitada de unos y otros, sin importar los colores en que se envuelvan, decimos: ¡No!

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