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Lo inservible
El Depósito de lo Inservible había ido creciendo hasta convertirse en un gigantesco archivo que las paredes de aquel piso ya no podían albergar. A finales del siglo pasado apenas si contenía unos cuantos registros, pero una vez que los ciudadanos se enteraron de su existencia fueron incesantes las idas y venidas de la gente. Las gestiones y el papeleo eran de lo más simple: una fotocopia del DNI o del pasaporte, la descripción somera de lo que se deseaba depositar y por supuesto tener más de dieciocho años. El funcionario, escogido entre los millones de desempleados que había en el país, cumplía ocho horas de jornada laboral: de ocho a cuatro. En este horario podía desayunar, comer, ir a hacer alguna gestión personal tras colgar el cartel de “Vuelvo en un momento”, y hasta dejar abierta de par en par la puerta del registro. Nadie pensaba que hubiera cosa alguna que robar en un depósito de lo inservible. Y tampoco necesitaba ser muy listo, no se requerían estudios superiores ni buena presencia. Para su trabajo contaba con una fotocopiadora, un viejo ordenador, unos impresos y un sello que decía “Recibido”. El sueldo era pequeño pero, teniendo en cuenta lo cómodo de su misión y la alta tasa de desempleo, había miles de personas que optaban al puesto.
Melquiades Madera, el último empleado del archivo, era un joven de unos treinta años, con unas gruesas gafas y enormes 'brakets' que levantaban su labio de arriba y le daban una expresión despectiva. Y nada más lejos. Sentado en una banqueta detrás de la ventanilla de “Ingresos” -por cierto, la única- prodigaba sonrisas a los clientes, que el aparato de su dentadura trocaba en extraña mueca. Le hubiese gustado hablar con la gente, interesarse por su vida, preguntar por ejemplo qué quería decir el título de “Ideales” a algún ciudadano que lo depositase. Eran los más frecuentes y a la vez los menos voluminosos, apenas un par de folios. Los que más espacio ocupaban eran los denominados “Amor Imposible”, que se extendían a lo largo de miles de legajos. Y por supuesto se leían también encabezamientos curiosos: “Gusto por el baile”, “Comer pipas de calabaza”, “El horóscopo”, “Acordarme de Luis” y otros igual de extraños. Melquiades jamás los había consultado. Su trabajo no incluía esa exigencia.
Una mañana el aburrimiento hizo presa en él. Sólo había tenido que atender a una anciana con el registro de “El maquillaje”. Paseó por entre los archivadores y cogió una carpeta al azar. Llevaba el título de “Ideales”. Ya he comentado que esas eran las que más abundaban. Algo desconcertado, tuvo que leer varias veces la descripción de lo depositado como inservible porque le costó comprenderlo a la primera. Quizá es que la lectura no figuraba entre las aficiones de Melquiades. Al final volvió a colocar el dossier en su sitio con un hondo suspiro.
Ese día presentó su carta de despido.
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