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Julen Goñi

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Acerca de la persona se han dado varias visiones a lo largo de la historia del pensamiento, de las que las más importantes son: la esencialista y la existencialista. La primera, la esencialista, defiende que la persona tiene una naturaleza, un modo de ser común, independiente de las circunstancias en las que vive y de sus decisiones. Esta visión es la de prácticamente toda la filosofía (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Kant…), pero, sobre todo, es la del creacionismo, es decir, la de quienes defienden la existencia de un ser superior (dios, en la mayoría de los casos) que creó el mundo de acuerdo a las ideas que posee. Cada persona concreta, según estas teorías, solo sería la expresión individual de la idea divina de persona. Con la llegada del ateísmo moderno, sin embargo, y como nos recuerda Sartre en su libro El existencialismo es un humanismo, esta idea de la persona como poseedora de una naturaleza común siguió perviviendo en pensadores como Diderot o Voltaire, aunque no así en Hume.

El existencialismo, por el contrario, niega que exista tal naturaleza común a todas las personas, porque no son expresión de ninguna idea previa, como ocurre con los productos que fabricamos, ni, por tanto, resultado de ningún ser inexistente. Las personas no tenemos una naturaleza definida de antemano, sino que la construimos después de llegar a la existencia. Algo similar dice Marx, cuando niega la esencia humana y afirma que la persona está definida por el modo de producción en el que vive, que es histórico, y por su lugar en el proceso productivo.

Bien, eso que parece una cuestión sin demasiada importancia y que debería restringirse al ámbito filosófico, es la base en la que se sustentan las distintas actitudes hacia el aborto, la eutanasia o la transexualidad, entre otras.

En efecto, quienes están en contra del aborto, la eutanasia o la recientemente aprobada ley trans encajan, consciente o inconscientemente, en las teorías que defienden la primacía de la esencia sobre la existencia o, mejor aún, la realidad de una esencia, de un modo de ser común y natural previo al hecho de existir. Aceptar esto supone negar que seamos dueñas de nuestra existencia y de nuestro cuerpo; es negar, igualmente, la libertad para elegir qué deseamos ser y hacer con nuestra vida. Porque si elegimos algo que contradice aquello que algunas personas consideran “esencial”, es decir, ajeno a nuestra voluntad, y que nos constituye, actuaríamos en contra de dios, según unas, o en contra de la naturaleza, según otras. En cualquier caso, nuestra conducta sería reprochable moralmente, porque, además, si hay una realidad natural, habrá también una moral natural. Tal es el pensamiento de quienes no solo reivindican el respeto a su moral supuestamente natural, sino que, además, se empeñan en imponerla a las demás convirtiendo sus creencias infundadas en leyes de obligado cumplimiento.

La verdad, sin embargo, es muy otra: no existe ninguna esencia común que iguale a nuestras ancestras homínidas con una persona del paleolítico o con otra de la actualidad. Somos cada una de nosotras las que, en función de las circunstancias históricas e individuales, elegimos lo que somos, nunca de un modo definitivo, porque somos también históricas, biografía que se va construyendo con la experiencia de vivir, o sea, con nuestras decisiones y nuestras acciones, que solo terminan al morir.

Nadie que no sea creyente puede, hoy en día, defender que tenemos una naturaleza que no depende de nosotras. Y esto es algo que deberían entender, no solo los machistas ultramontanos, sino muchas feministas que, incluso autodefiniéndose como existencialistas, al estilo de Simone de Beauvoir, niegan que alguien pueda elegir ser mujer u hombre independientemente o no de cuáles sean sus características corporales.

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