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A las terracitas
¡Que verdad es que la lucha siempre tiene recompensa!
Tras los denodados esfuerzos, avalados por la seriedad y el rigor del gobierno de la lideresa de la Comunidad de Madrid y la lucha callejera de los barrios ricos de la capital, el gobierno opresor y dictatorial ha tenido que ceder y autorizar a la Comunidad de Madrid a pasar a la fase 1. Una lucha ejemplar en la que han primado la salud por encima de la economía y los intereses generales sobre los intereses de las élites.
Un lucha que ha puesto de manifiesto que lo prioritario, lo más urgente, lo más necesario, era abrir las terrazas. Si es que desde los organismos internacionales hasta los propios ciudadanos reclamaban, como una necesidad vital, la apertura de tascas, tabernas, bares y terrazas. Es de sentido común.
Es más, el Ayuntamiento de Madrid a la vanguardia de la lucha, bueno, a la vanguardia no, detrás de la lideresa, va a permitir ampliar espacios, horarios y no va cobrar un duro a los dueños de las terrazas. Hay que reactivar la economía y eso en España y, sobre todo en Madrid, capital del mundo, lo hacemos fomentando las terrazas y los bares. La prueba ha sido que la vicealcaldesa inauguró el otro día una terraza. Cortando la cinta y todo.
Terrazas hasta las tantas, atascos a las tres de la mañana y regalar suelo público para hacer pisos que nadie podrá comprar, salvo los especuladores. Esa es la vuelta a la normalidad, porque esos son los elementos identificativos de nuestra ciudad.
¿La sanidad? Ya se arreglará. ¿Las residencias de la tercera edad? Ya si eso.
¿Las empresas? Lo primero. ¿Los trabajadores? Ya, bueno, pueden ir pidiendo cita en el SEPE. Lo importante son las terrazas. ¿Investigación, desarrollo, innovación, ciencia, industria? Eso es para países tristes, que no saben lo que es divertirse, disfrutar, estar con los amigos tomando cervecitas hasta las dos de la madrugada y charlando a gritos. A pesar de que muchos vecinos, que tienen que madrugar para ir a trabajar al día siguiente, no puedan pegar ojo por el jolgorio de estas terrazas o no puedan pasear tranquilamente por la calle, guardando las distancias recomendadas, porque las aceras y los espacios comunes están ocupados por mesas, sillas y clientes desaprensivos. Vamos a comparar el conocimiento, el esfuerzo, el trabajo decente y otros tesoros de este país, con estar sentado en una terracita arreglando los problemas de este país en dos patadas y hablando a gritos.
Si a todo ello añadimos algunos anuncios, reportajes de telediarios y comentarios editoriales, identificando terrazas y nueva normalidad, machacándonos con que todo volverá a ser igual que antes del confinamiento, que de ésta saldremos todos más unidos y mejores ciudadanos, el retrato es perfecto. Solo falta que nos digan que seremos la envidia del mundo.
Pero no nos pongamos tristes. Oigan la música que resuena por las calles. El himno de la nueva normalidad: “A las terracitas, a las terracitas”. Se me saltan las lágrimas. No de emoción, sino de pena, porque la pandemia ha puesto en evidencia muchas cosas que nos llenan de desazón y de hastío.
En primer lugar, en un país como este con todos los problemas que tiene, que la mayor preocupación y la prioridad de algunos gobiernos autonómicos y de supuestos responsables políticos, bueno, mejor sería decir irresponsables, sea pasar de fase en fase como si esto fuera el juego de la “Oca-virus”, nos pone frente al espejo y nos habla de nuestra realidad, de lo que somos como país y como ciudadanos.
En segundo lugar, porque hemos visto como el desguace programado de la sanidad pública a manos de los gobiernos de la derecha, se ha traducido en una situación de colapso que ha diezmado al personal sanitario llevándole hasta el límite de sus fuerzas. Ese personal al que ahora aplaudimos, pero al que no apoyamos cuando luchaban por defender la sanidad de todos.
De la misma manera que hemos descubierto el destrozo de otros servicios sociales esenciales, como las residencias de la tercera, entregadas a conglomerados privados cuya única finalidad es lucrarse, no prestar un servicio decente a los mayores.
En tercer lugar, ha sacado a relucir el cortoplacismo y el gen franquista de la derecha y sus políticas permanentes de crispación con la única finalidad de volver al poder al precio que sea.
En cuarto lugar, el maremágnum de desinformación, provocado por supuestos periodistas, comentaristas, tertulianos, listos, listillos, enterados y charlatanes que pueblan la piel de toro, hablan con desconocimiento de causa y viven de soltar la primera mentira, la primera canallada o la primera sandez que se les ocurre en los platós de televisión, en supuestos medios de comunicación o en redes sociales.
En quinto lugar, esos miles de ciudadanos irresponsables, que dicen que a ellos nadie les obliga a hacer lo que no quieren y afirman que el gobierno es una dictadura. Me gustaría saber si todos ellos serían tan valientes haciendo lo que les da la gana en China, por poner un ejemplo.
Por último, habría que añadir a toda esa gente que vive como dios, pero se hacen los mártires de una dictadura que no existe. Ellos, que en una dictadura vivieron como dios. Gente cuya única preocupación es levantar banderas, mientras el resto se ocupa de sostener el país. Ese resto cuya entrega y abnegación nos ha permitido vivir este tiempo difícil en condiciones menos duras.
Y cuando veo todo esto comprendo porque España ha sido durante muchos años tierra de emigración. No sólo te expulsa el hambre, la miseria o la guerra.
También te puede expulsar la desazón.
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