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Vivir la distopía
Resulta incómodo escuchar día tras días el sonido de esta distopía:
las resonancias del enclaustramiento condicionado; las sirenas
policiales que custodian el vaciamiento de las calles; la cacofonía de
las aves que, ya sin complejos, ocupan nuestros lugares en vías y
parques; el murmullo televisivo del vecino colindante o el teclear de
los ordenadores ocupando nuestro tiempo entre las cuatro paredes de la
domesticidad que nos recluye mientras ese microscópico virus, ese ser
no vivo producto de la humanidad desaforada, “recorre Europa” y se
disemina por el todavía perplejo territorio global. Y ese lenguaje
belicista que se va abriendo paso en una sociedad civil timorata que
se deja deslumbrar por la producción lingüista del Estado mientras
obvia la responsabilidad en esta crisis social y sanitaria de un
mercado-negocio que durante estos años ha campado a sus anchas.
Resulta perturbador porque creíamos que la distopía, la figuración
indeseada pero posible, ya no formaba parte de nuestra habitual
cultura política. La descreímos porque nos empachamos de los negros
presagios que la distopía edificó para desacreditar las optimistas
filosofías de la historia del siglo XIX, aquellas majestuosas utopías
sociales que auguraban el fin de la lucha de clases, el surgimiento de
la administración de las cosas y la disolución del gobierno de los
hombres, o el control científico de la naturaleza misma.
El cine, la literatura, el documental, la creación cultural e
intelectual nos atiborraron de producciones distópicas que se lanzaron
contra la modernidad del progreso, azuzando nuestros miedos y disgusto
hacia un futuro que solo se saldaba con recompensas tecnológicas
mientras desmantelaba nuestras bases comunitarias y bio-ecológicas. Y
mientras las distopías caían en el descrédito de reducirse a una mera
ficción, el espacio de nuestras esperanzas fue ocupado por un
pragmatismo mundano que nos cobijaba en la creencia de un presente
continuo, en la prédica supuestamente realista de que la salvación o
la condena tan solo dependían de acciones individuales; que cada cual
triunfaba o fracasaba según sus capacidades, nunca de sus
circunstancias sociales. Un remedio neoliberal que, por otra parte,
hizo explosionar el hambre de pasado, una nostalgia aliviada por la
esperanza en mundos idealizados del ayer que podían ser actualizados;
esa forma de pensar utópicamente que el desaparecido sociólogo Zygmunt Bauman denominó “retrotopía”.
Luis Gamero dirigió en 1997 el documental Vivir la utopía, un
artefacto centrado en el pensamiento y experiencias anarquistas en la
España del primer cuarto del siglo XX. Es una compilación de
testimonios de antiguos anarquistas, convencidos de que llevaron a la
práctica la primera revolución del comunismo libertario de la
historia, conscientes del fracaso final pero persuadidos de que
aquello fue un ejemplo para el futuro. Aurora Molina, una de aquellas
activistas, así lo señalaba: “creo que es lo mejor… y que por ahí hay
que luchar, porque, aunque no se llegue, ha de ser, sino una meta, una
ilusión, una utopía, una… lo que sea, … lo que puede ser una poesía“.
Derrotados y con años de distancia en relación con lo acontecido, sus
argumentos no son los de una retrotopía restaurativa; el documental no
pretende recuperar un pasado perdido. Son relatos cargados de
melancolía, pero también dibujados con trazos de esperanza. Vivir la
utopía era una ilustración de un mundo perdido pero convertido en
potencial inspiración. Con todo, es solo un destello en un firmamento
cultural para el cual el pensamiento utópico o es una reliquia de
anticuario o es un objeto muerto, parte del archivo del historiador
profesional. Es un hecho histórico que ha dejado de ser
acontecimiento, que ya no puede acontecer de otra forma, bajo otros
rumbos interpretativos.
La distopía en la que hoy mismo vivimos se alimenta nuevamente del
tiempo de la modernidad. No está reflexionada porque occidente,
ensimismado en su noción de desarrollo progresivo, nunca supuso que
algo procedente de oriente pudiera llamar a sus asépticas puertas.
No nos preparamos ni en la práctica ni en la teoría porque era
culturalmente imposible que sucediera. Incluso pese algunas
advertencias como la película Contagion, producción norteamericana
dirigida en 2011 por Steven Soderbergh, la historia de un virus
también procedente de China que finalmente genera 26 millones de
muertos en el mundo. Contagio recibió buenas críticas –incluso de
Carlos Boyero-, pero quedó entre otros muchos productos culturales que
emergen en un contexto de sobreabundancia que los devora y desactiva.
Se quedó en una pura ficción estética y perdió con el tiempo el sesgo
crítico de todo pensamiento utópico. En la realidad de 2020, nuestras
políticas públicas de sanidad estaban descobijadas, tanto como estaba
asentada nuestra ingenuidad en un futuro prometedor. El desastre se ha
hecho presente y nos arropamos diariamente con la esperanza de que,
después de aplaudir todos los días en nuestras terrazas o por nuestras
ventanas, el mundo que conocemos será diferente. Algo semejante tuvo
lugar tras la gran estafa de 2008: entonces pensamos ingenuamente que
el capitalismo iba a ser moralizado a través de una ética de
responsabilidad pública. Sigue estando por ver.
Es extraño. Las ciudades modernas, por vez primer en su historia, se
asemejan a la España vaciada. El mundo urbano devoró el universo rural
en una expansión cultural que, desde su absorta modernidad, despreció
aquello que procedía del campo como espejo negativo que reflejada el
inacabamiento del sujeto 'natural'. Lo rural debía ser modelado por lo
urbano; era el efecto señero del progreso y la modernización. Ahora
nuestros ciudadanos, excluidos de sus espacios públicos, se miran unos
a otros extrañados de las distancias que guardan entre ellos,
sorprendidos de este vacío distópico en el que va cuajando una
primavera que solo depende, aunque nos pese, de ella misma.
¿Quién sabe? Puede que la calificación de estos momentos tan extraños
sea simplemente producto de la figuración de un ciudadano asombrado;
vivirlos, sin embargo, es como vivir una de esas distopías que quizá
ya nos contaron. Ahora bien, también cabe la posibilidad de que este
instante distópico nos obligue a detener nuestro recorrido acelerado
hacia el desastre y repensar aquellas denostadas utopías, no como
lugares de potencial reiteración, sino como momentos de inspiración
para desacreditar la idea, a punto de congelarse, de que el egoísmo es
la sustancia del hombre.
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