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Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

Viaje sin regreso al arcoíris

Bandera del Orgullo LGTBI. EFE

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Silenciosos como siempre, mi familia y yo comíamos un día cualquiera de un verano cualquiera durante mi incipiente adolescencia. En las noticias, entre informaciones sobre la subida de las temperaturas y el inicio de las vacaciones, mostraron una pieza sobre la celebración del orgullo en Madrid. En mitad de la Mancha, yo guardé silencio. A mi lado, mi hermano comentó algo que no recuerdo bien; tan solo puedo revivir con claridad la palabra “asco” expulsada con cierta saña, haciendo honor a su significado. Mi padre también dijo algo, también dijo “asco”, aunque con menos violencia. Mi madre los ignoró o pareció ignorarlos y yo tragué de nuevo un silencio que cortaba como la afilada espina de un pescado prehistórico.

Como cualquier información concebida para el gran público a inicios de los 2000, aquella noticia se centraba en la parte más vistosa y celebratoria del orgullo: gigantescas drag queens, personas en ropa interior, carrozas con hombres musculados, pistolas de agua y gente muy contenta. Un horror vacui de colorines, una fiesta en la que pancartas y reivindicaciones en todo caso se cruzaban en las imágenes generales, eso que en el audiovisual se llama recursos; unas milésimas de segundo entre corte y corte para acompañar la voz en off. Tendrían que pasar muchos días como aquel, sofocantes en verano, helados en invierno y siempre abrazados por el silencio del pueblo, para que yo asumiera que esa fiesta también iba por mí. Y muchos más hasta que fui capaz de sumarme a ella.

Cuando comprendí que era gay, después de una dura batalla interna, tomé la decisión de que eso que me mostraban cada año por televisión me era ajeno. Que a mí me gustaran los chicos, observaba entonces, no significaba que me tuviera que pasear medio desnudo, ponerme unos tacones, subirme a una carroza y bailar las canciones de Mónica Naranjo. Yo era Enrique, tenía mi personalidad, y eso estaba por encima de quién me atrajese. Esa personalidad, claro, tenía la forma exacta de la homofobia interiorizada. Un concepto fundamental para explicarme que, de nuevo, tendría que esperar años para identificar y revertir.

No conocí a personas visiblemente no cisheterosexuales hasta los 17 años, así que casi toda mi adolescencia –la biológica, porque la adolescencia real vino mucho después, cuando fui capaz de activarla– consistió en una batalla silenciosa contra los instintos que me florecían dentro y que me afanaba en aplastar. Puede que no conociera a otros maricones, pero sabía muy bien cómo se es maricón: los hombres de mi entorno se habían encargado de mostrármelo. Ciertos movimientos corporales, ciertas formas de expresarse, ciertos ademanes, cierta sensibilidad… eran un campo minado en el que no debía aventurarme. La masculinidad tiene unas fronteras muy bien amuralladas, bajo las que serpentean los fosos de la burla y del chiste, que protegen el cómo ser un hombre del cómo ser una aberración.

Si bien mi cuerpo gordo me eximió de representar los bailes del cortejo hetero frente al sexo opuesto, mi relación con los demás y conmigo mismo pasaba por la aplicación férrea de esas normas, la hipervigilancia total de mis movimientos, tono de voz, gestos e interacciones. Esa gente tan contenta, envuelta en infinitas banderas arcoíris, era entonces mi enemiga, la causante de que yo viviera en mi celda: ellos ejecutaban esos ademanes prohibidos, se movían con esa actitud despreciable, se divertían convirtiéndose en todo lo que estaba mal. Si ellos no fueran tan escandalosos, tan exuberantes, tan exagerados, tan maricones en definitiva, mi vida –pensaba– sería más sencilla. Si no existiera la abominación total que representan, los que somos solo un poco abominables pasaríamos desapercibidos.

El tiempo que pasó desde que salí del armario hasta que el armario ha salido de mí –si es que ha acabado de hacerlo–, se puede medir también en la distancia que he recorrido hasta esas banderas multicolores. Hasta que he logrado no solo aproximarme a ellas sino envolverme en ellas, convertirlas en el símbolo de ese camino de supervivencia. Porque deshacerme del aprendizaje de que ser marica te convierte en un ser inferior que no merece ser amado, en un vicioso esperpéntico cuya jaula solo se puede abrir unos días al año con el único objetivo de que la gente normal pueda asombrarse ante las infinitas formas de la monstruosidad, ha sido un proceso penoso y muy lento.

Un recorrido empinado, plagado de muchas primeras veces. La primera vez que me atreví a hablar con otros maricas por internet. La primera vez que pude compartir las sensaciones que me ahogaban. La primera vez que me sentí cómodo con un grupo de personas. La primera vez que pisé un bar de ambiente con la taquicardia que me acompañó entonces, al principio de puro miedo y después de puro éxtasis. La primera vez que me dio la impresión de que aquello no se parecía al horror sin forma que había imaginado o que otros habían imaginado por mí. La primera vez que me descubrí cantando a gritos, sí, una canción de Mónica Naranjo. La primera vez que decidí dejarme caer por el orgullo en la ciudad donde estudiaba, escoltado por dos amigas –la primera vez que tuve amigas–. La primera vez, ese mismo día, que vi un espectáculo travesti. La primera vez que compartí mi cuerpo con otro chico. La primera vez que no aborté el movimiento de mis manos al hablar, de mis caderas al andar. La primera vez que caminé con tacones. La primera chapita, aquel arcoíris minúsculo que enhebré en mi mochila de universitario y que, aunque no lo podía saber entonces, crecería como una amapola en primavera hasta hacerse tan grande como el silencio que me acompañó de niño, y que fue eclipsando todos los prejuicios sobre quién era yo o quién debía ser.

Llegar hasta los pies del arco multicolor cual Dorothy de El mago de Oz todavía me reclamó una prueba más, una para la que precisé ayuda profesional. El primer día que puse pie en la consulta de un psicólogo (afortunadamente, uno especializado en personas LGTBIQ+), pensaba que algunas cosas fallaban dentro de mí, pero que mi homosexualidad no era una de ellas. ¿Cómo podía serlo, si yo ya convivía con otros gays, si me movía como ellos, hablada como ellos, consumía como ellos? ¿Si ya iba al orgullo como el que más, si ya no salía de los shows de travestis, del Grindr y de las saunas?

Puede que hubiera empapelado hasta el delirio las paredes del edificio mental que habitaba, que habría colocado muchas luces de neón y una gran bandera en el balcón. Pero descubrí, a lo largo de una larga temporada de terapia, que la reforma que necesitaba mi cabeza no era solo decorativa, sino que había que tirar algunas paredes abajo. Librarse de la ponzoña que es la homofobia interiorizada no es tan fácil como replicar las formas de vida que ves a tu alrededor. Tiene que ver con un análisis profundo, con un arduo trabajo enfangando las manos en los barros de la autoestima, de los valores, de la autopercepción, de la compasión, de la empatía.

Hoy detecto entre los maricas que me rodean las mismas heridas que cicatrizan lentamente en mi cuerpo: autoestimas arrasadas que pugnan bajo la obsesión por gustar a los demás, emociones bloqueadas que se disfrazan de mordacidad y de sarcasmo, la necesidad de validación externa a cualquier precio, la inseguridad y el miedo que se esconden detrás del culto a la masculinidad. Afortunadamente, también veo cada vez a más personas cada una en su camino –personal pero compartido– hacia el perdón de sí mismos. Ese que yo mismo recorro sobre unas baldosas que no sé si son amarillas o no, pero que son las mías.

Este es el segundo año en el que la seguridad y la salud de todos nos obligan a celebrar el orgullo sin las aglomeraciones de gente feliz que la televisión ha seguido mostrando cada verano –y cada vez un poco mejor–. Pero este 2021, en el que tantas cosas van a volver a suceder por primera vez, espero poder ver en las calles de Madrid que ahora habito esas caras ilusionadas, esos ojos grandes y brillantes, hambrientos de experiencias, que uno se encuentra en estas fechas por Chueca, por Lavapiés, por todo el centro, por los barrios. Esos ojos que buscan todo lo que han visto o han intuido por la tele, esos cuerpos que se atreven, quizás por primera vez, a moverse como les nace del instinto, relacionarse con libertad, enredarse con otros cuerpos durante la tregua que cada año el orgullo levanta para todos.

Porque esos ojos también fueron los míos, también fue mía durante años esa boca que buscaba desesperadamente otras gentes antes de que se pusiera el sol o después de que se pusiera el sol, qué más da; también era el mío ese cuerpo entero que reclamaba paz a la sombra de las miles de banderas arcoíris que fueron creciendo por todas partes, más numerosas, más grandes, más visibles; por las ciudades, por los pueblos y por los campos como aquel que me vio nacer y bajo cuya tierra y cuyo silencio descansan los ojos, las bocas y los cuerpos de otros que han nacido y muerto antes que yo y que, quizás, hoy descansan satisfechos sabiendo que el arcoíris, por fin, roza las flores que se abren sobre quienes nunca pudieron iniciar ese camino sin retorno hacia sí mismos.

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