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Fiscal General del Estado: una silla caliente que acumula cuatro décadas de polémicas

La nueva fiscal general del Estado, Dolores Delgado.

Marcos Pinheiro

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El Gobierno lo nombra pero no lo puede cesar. Es un cargo del Poder Judicial pero lo elige el Ejecutivo. Es designado a dedo por el presidente del Gobierno, pero independiente en sus decisiones. La naturaleza del cargo de fiscal general del Estado lo hace un puesto delicado, a medio camino entre dos poderes que deben estar separados. Esa distancia a veces se ha estrechado: en ocasiones por el propio origen de los fiscales, salidos de las mismas filas de los partidos; en ocasiones por sus decisiones, a veces guiadas más por la política que por el derecho.

El revuelo regenerado por la elección de la exministra de Justicia Dolores Delgado para el puesto de fiscal general del Estado se suma a una larga lista de polémicas que la institución arrastra desde hace cuatro décadas. Durante la Transición se definieron los parámetros que rigen en la actualidad un cargo nacido hacia 1870. Con el primer Gobierno del PSOE llegaron los roces, las injerencias, las rebeldías. Con periodos intercalados de calma, la polémica nunca ha abandonado a la cúspide del Ministerio Público.

Delgado será la decimosexta fiscal de la democracia. Es la que más rechazo ha suscitado en el Consejo General del Poder Judicial, un organismo que debe limitarse a validar la legalidad de su nombramiento, pero en el caso de la exministra siete vocales conservadores han entrado a cuestionar también su imparcialidad y han alertado de que puede estar sometida a los intereses del Ejecutivo al que antes perteneció.

Delgado va a sustituir a María José Segarra, a quien ella misma propuso para que el Gobierno de Sánchez la designase tras las moción de censura, pero que no va a ser renovada ahora. El Ejecutivo tiene la potestad de nombrar al fiscal general del Estado pero no lo puede cesar, salvo incompatibilidad o incumplimiento grave de sus funciones. Su cargo tiene una duración de cuatro años y está ligado al Gobierno: si este cesa, cae también el fiscal general. Por eso ahora el Gobierno de Pedro Sánchez debía escoger entre renovar a Segarra o buscar a un sustituto.

Delgado y Segarra son amigas personales: ambas recorrieron cientos de kilómetros por España antes de las elecciones al Consejo Fiscal que dio a su asociación, la Unión Progresista de Fiscales (UPF), la mayor representación que ha tenido nunca. El Gobierno eligió a Segarra tras la moción de censura y ya entonces surgieron algunas voces críticas, que ponían el foco en esa amistad y en la pertenencia de ambas a la misma asociación. Eso sí, en aquella ocasión el CGPJ, que tiene que votar su idoneidad aunque el resultado no es vinculante, la avaló por unanimidad y se limitó a constatar que cumplía los requisitos exigidos por la ley.

Segarra llegó desde la Fiscalía de Sevilla en el punto álgido del proceso judicial contra el procés. Su nombramiento se vio como una oportunidad para poner algo de calma en los fiscales del Supremo, dispuestos a acusar de rebelión a los imputados por el 1-O. Hubo quien dio por hecho ese cambio en la calificación; ella, en su primer encuentro con la prensa, pidió tiempo para repasar toda la documentación del caso. Personas de su entorno aseguraban que no veía la rebelión para acusar por rebelión. El resultado de ese análisis fue que Segarra avaló la tesis de los fiscales del Supremo: presentaron un escrito de acusación por un delito de rebelión que fue finalmente descartado por el tribunal.

Las voces que veían en ella un instrumento al servicio de Gobierno para rebajar la tensión en Catalunya se apagaron. Surgieron entonces otras críticas, que apuntaban a su falta de autoridad y su incapacidad de meter en cintura a los fiscales del Supremo, que ocupan el escalafón más alto de la carrera.

Su corto mandato dio para una polémica más, aunque en esta ocasión protagonizada por quien ahora la sucederá en el cargo. Delgado presentó un proyecto para que, cuando Segarra abandonará el puesto, saltase directamente a ser fiscal de Sala del Supremo y no tuviese que volver a la Fiscalía de Sevilla. El Consejo General del Poder Judicial se opuso y advirtió de que no había encaje legal para esa propuesta.

El mandato de Segarra se produjo después de los años convulsos del los fiscales nombrados por el PP, que tuvo cuatro en los siete años de Gobierno de Mariano Rajoy. Al poco de ser investido con mayoría absoluta, el Ejecutivo de Rajoy nombró a Eduardo Torres Dulce para esa responsabilidad en un momento especialmente delicado, cuando el caso Gürtel empezaba a cobrarse cargos del PP.

Torres Dulce, un reputado jurista, llegó entre halagos de sus compañeros fiscales pero pronto se enfangó con la investigación del 11-M. Basándose únicamente en una noticia periodística, dio alas a la teoría de la conspiración que había alimentado el PP pero que habían descartado los jueces y fiscales encargados de investigar los atentados. Solo unos días más tarde tuvo que rectificar obligado por las evidencias: dijo que la sentencia era “incontestable” y que el 11-M era “caso cerrado”.

Bajo su mandato también protagonizó una polémica con el caso Faisán -ordenó acusar por colaboración con ETA a los autores del chivatazo cuando los fiscales de la causa lo habían hecho solo por revelación de secretos-, se opuso a que la infanta Cristina fuese investigada en Nóos y fue acusado de cierta tibieza en casos como las tarjetas Black, que tenían entre sus imputados a representantes de la élite política y económica del país.

Sin embargo, acabó dimitiendo enfrentado al Gobierno que lo había nombrado. En un comunicado, Torres Dulce resumió en un educado “razones personales” lo que en realidad eran unas duras desavenencias con los políticos que lo habían elegido pero no lo podían destituir. Los dos ministros de Justicia con los que lidió, Alberto Ruiz Gallardón y Rafael Catalá, hicieron nombramientos sin consultarle y nunca le dieron los medios que había reclamado.

Además, en aquel momento se habló de una “dimisión inducida” por Catalá, descontento desde el ministerio que presidía por su poca intervención en casos como Gürtel y los papeles de Bárcenas, y con quien había tenido fuertes diferencias por cómo afrontar la acción penal contra los responsables de la consulta del 9N en Catalunya.

El Gobierno optó entonces por Consuelo Madrigal, la primera mujer en convertirse en fiscal general del Estado, que fue también recibida con buenas palabras por parte de todas las asociaciones. No duró ni dos años. El Gobierno decidió no confirmarla en su cargo cuando tuvo que hacerlo tras las elecciones de 2016. Según publicó El Mundo, Madrigal se había negado a tragar con algunos nombramientos que quería imponerle Rafael Catalá. Su sustituto fue José Manuel Maza, un magistrado procedente del Supremo que inauguró una de las etapas más convulsas de la institución.

Maza accedió a los cambios que no habían acometido sus predecesores en la Audiencia Nacional y en la Fiscalía Anticorrupción. En este última colocó a Manuel Moix pese a las advertencias de otros fiscales, que alertaron de que aparecía en unas conversaciones grabadas por la policía al expresidente madrileño Ignacio González, que le señalaba como su favorito para acabar con sus problemas judiciales. En esos pinchazos telefónicos algunos imputados del PP señalaban la importancia de que Maza accediera a la Fiscalía General.

Moix tuvo que dimitir a los cuatro meses, cuando se publicó que tenía una sociedad familiar afincada en Panamá, pero le dio tiempo a intentar frenar parte de la investigación del caso Lezo. Maza también tuvo que lidiar con la investigación de Púnica, donde dos fiscales se rebelaron ante su criterio y acabaron desautorizadas públicamente por el ministro de Justicia. El resultado fue un hecho inédito en democracia: por primera vez el Congreso reprobó al fiscal general del Estado y Moix, entonces fefe de Anticorrupción.

A pesar de ello, el asunto que marcó el mandato de Maza no fue la corrupción, sino Catalunya. Convocó a los periodistas a un acto público para anunciar la querella por rebelión contra los líderes del procés. La prensa conservadora llevaba semanas preparando el terreno para que no sonase del todo extraño aplicar un delito pensado para castigar los golpes de Estado armados a los convocantes de una consulta independentista.

Maza se convirtió en el ariete del Gobierno contra Catalunya, pero su sintonía no era total. El Gobierno acabó descontento con su gestión del caso: la Fiscalía pidió que Junqueras y los consellers imputados fueran a prisión, mientras el Ejecutivo era contrario a que fueran a la cárcel, conscientes de que eso agravaría el conflicto con Catalunya. Unos días después de aquella decisión, y en plena ebullición de la causa del 1-O, Maza falleció durante un viaje a Argentina. Su puesto lo ocupó Julián Sánchez Melgar, un fiscal que tuvo un mandato discreto y continuista con la línea de Maza.

Moscoso, el precedente de ministro metido a fiscal

Estos días se ha vuelto a escuchar con insistencia el nombre de Javier Moscoso, el otro caso de fiscal que antes había sido ministro. Su caso tiene algunas diferencias con el de Dolores Delgado: ocupó la cartera de Presidencia, no la de Justicia, y pasó un periodo como diputado entre un cargo y otro.

De hecho, en los primeros años de la democracia no era raro que los fiscales generales hubiesen tenido antes afiliación política, ni siquiera que saltaran directamente desde el Congreso de los Diputados.

Fue el caso de los dos primeros fiscales generales de la democracia, Juan Manuel Fanjul y José María Gil-Albert, juristas pero con carrera política. Con el tercero, con un currículum únicamente judicial, llegó el primer mandato polémico. El entonces ministro de Justicia del PSOE, Fernando Ledesma, nombró para el cargo a un amigo suyo, el magistrado Antonio Burón Barba, en 1982.

Esa amistad, sin embargo, no impidió que tomase algunas decisiones que molestaron al Ejecutivo de Felipe González, como la querella contra Jordi Pujol y los otros directivos de Banca Catalana. Contrario a conjugar los intereses judiciales de la Fiscalía con las preferencias políticas que Gobierno que le había nombrado, dimitió solo tres años más tarde de ser elegido.

La polémica con Burón Barba fue la primera de una etapa agitada en la Fiscalía con los gobiernos socialistas, que sumaron cinco fiscales en 14 años. Moscoso ejerció entre el 86 y el 90 sin demasiados sobresaltos, pero con la nueva década llegaron los casos de corrupción de los socialistas y los roces de los fiscales bien con sus superiores, bien con sus subordinados.

Entre 90 y 92 fue fiscal general Leopoldo Torres, que había presidido el PSOE de Castilla-La Mancha, y que comenzó entre críticas por su sometimiento al Gobierno -presentó una querella contra El Mundo por las informaciones sobre el 'caso Guerra' que el juez archivó- pero acabó dimitiendo en un enfrentamiento abierto con el Ejecutivo socialista por sus denuncias, que eran las de todos los fiscales, por la falta de medios para ejercer su trabajo.

Su sucesor tampoco duró mucho. Eligio Hernández no cumplía los requisitos legales para el puesto -15 años de experiencia como jurista; él solo tenía la mitad- y había desempeñado varios cargos en la administración socialista. Durante su mandato trató de frenar la investigación del caso Filesa y ordenó a sus subordinados que pidiesen cárcel para los jóvenes que no querían hacer el servicio militar. Dimitió en 1994, poco antes de que el Supremo declarase ilegal su nombramiento.

Tomó el testigo Carlo Granados, que también duró apenas dos años, tiempo suficiente para protagonizar encontronazos con líderes socialistas que pedían su cabeza por las decisiones en el caso Cesid y en el GAL, que en aquel momento se empezaba a investigar.

Cardenal y Conde Pumpido, los más longevos

Hay dos fiscales generales que destacan en la línea temporal por su longevidad en el cargo. El primero es Jesús Cardenal, que fue nombrado por el Gobierno de José María Aznar después de que su apuesta para ese cargo, Juan Ortiz Úrculo, fuese incapaz de aplacar una rebelión de fiscales de la Audiencia Nacional sancionados por prácticas irregulares. Ortiz Úrculo llegó a acusar al Gobierno de haberle abandonado, poco antes de dimitir antes de completar un año en el cargo.

El Gobierno eligió entonces a Cardenal, un fiscal al que no alcanzaba a definir la etiqueta habitual de “conservador”. Tan es así que el propio CGPJ alertó de que algunas de sus manifestaciones encajaban mal “con algunos principios básicos de la Constitución española”. Y es que Cardenal, miembro del Opus Dei, se había pronunciando contra el aborto, el divorcio, la homosexualidad y hasta los métodos anticonceptivos. Llegó a criticar “el clima de pluralismo” que había en la sociedad porque en su opinión beneficiaba “a los extremos viciosos”.

Cardenal acometió cambios en la fiscalía de la Audiencia Nacional en contra del Consejo Fiscal nada más llegar al cargo y pidió a las asociaciones judiciales que se abstuvieran de criticar al Gobierno. Su actuación más polémica fue con el caso Ercros, que afectaba al entonces ministro del PP Josep Piqué. Cardenal apartó al fiscal del caso que quería imputar a Piqué y le sustituyó por otro opuesto a investigar al ministro. Con la llegada de Zapatero cesó en su cargo, pero lo hizo también con polémica al querer perseguir penalmente a los manifestantes que se concentraron en la sede del PP durante la jornada de reflexión de las elecciones de 2004.

A Cardenal le siguió el otro fiscal longevo, Cándido Conde Pumpido, elegido por el PSOE y que estuvo en el cargo durante todo el mandato de Zapatero. Durante su etapa impulso los procesos de ilegalización contra las marcas de Batasuna pero fue muy criticado por su apoyo a la política antiterrorista del Gobierno durante las treguas con ETA.

Su mayor polémica surgió a raíz de la publicación de los cables norteamericanos obtenidos por Wikileaks. En una de esas comunicaciones se aseguraba que Conde Pumpido había prometido hacer lo que pudiera para archivar la causa por el asesinato del cámara de Telecinco José Couso en Irak por tropas de EEUU. Tras la publicación de esa información, el fiscal negó haber intervenido en la causa.

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