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Escritorios, el 'Big Bang' de todas las historias

Sardiflor

Puedes seguir a la autora en Twitter: @arenqliterario

¿Quién no ha jugado a imaginar la isla desierta donde llevar lo imprescindible y acompañarlo de aquellos a quienes amamos? No se trata de una isla cualquiera. Es un territorio virgen, puro, salvaje. Puede que haya palmeras y fina arena blanca. O no. Hay tantas islas como personas. Algunos no esperan a llegar a esa isla, la recrean para poder habitarla. A los demás les puede parecer una simple mesa, pero para un escritor es su territorio. Es la isla que muchos desean y ellos sí alcanzan. Es su escritorio.

En la imagen anterior hay tres escritorios: dos de ellos pertenecen a mujeres y uno, a un hombre. Varían en austeridad, pero no en orden aunque parezca lo contrario. Los tres tienen algo en común y es la necesidad de despojarse de lo mundano. Efectivamente, en la imagen de la izquierda, es un reloj; en la superior, se olvida el caos ordenando lápices como si fueran soldados; en la inferior, se prescinde de todo. Este empeño se aprecia en la afirmación del portátil, en la determinación del orden dividiendo el espacio en tres zonas y en la declaración de la voluntad al resto del mundo. Cada uno a su manera vocifera, sin aspavientos ni estridencias, su intención de escribir.

Hay personas que para pensar o tomar una decisión necesitan caminar. Esa intención de imponer orden, paso tras paso, a lo que no acaban de entender y quieren comprender, es similar a la determinación de escribir. También hay personas que deciden mejor lavando los platos o haciendo limpieza general. No se admiten interrupciones. O no habría caminata, ni suelos brillantes ni resoluciones ni frases ni relato. Un espacio sagrado es la solución. ¿Y qué hace una silla giratoria por allí? Quizás esa persona de la segunda imagen sea más derviche que los demás. Es evidente que necesita llegar a confundirse con el movimiento del universo para alcanzar el diálogo con su fuente de inspiración. Hay diferentes formas de invocarla. En dos imágenes hay dos escritores que se ubican frente a la pared de la librería o la del cuaderno, quizás esperen arrodillados o acurrucados, humildes y cabizbajos a que la divinidad de las musas se revele. La librería se transforma en retablo; la mesa, en altar litúrgico o en pila bautismal de aguas de papel y tinta. No es de extrañar que la persona de la foto del cuaderno viva en un faro. Como en las catedrales góticas, también hay que tener en cuenta la verticalidad, aquí del hombre y el escritorio, junto a la escala sobrehumana (de los personajes y la historia). El templo gótico provocaba un sentimiento ascético, de elevación espiritual en el camino hacia lo sagrado. Ese principio no resulta tan lejano a los escritorios de más de un autor. Son los espacios de escritura de dos mujeres y un hombre. ¿Ya sabes a quién pertenece cada uno? ¿Has intentado adivinarlo? La imagen de la izquierda es del escritorio de Jesús Marchamalo; la superior, el de Mª Ángeles Cabré y la inferior pertenece al de Menchu Gutiérrez, que vive frente al mar.

He examinado mi escritorio con más atención y he visto que nada bueno se puede hacer sobre él. Hay tanto desparramado, un desorden sin proporción y sin la compatibilidad de las cosas desorganizadas que hace que, de otra forma, el desorden sea tolerable. Que reina el desorden no más sobre su tapete verde no más, lo mismo pasa en las orquestas de los viejos teatros. Franz Kafka

El orden de un creador, en general, y el de un escritor, en particular, no responde a los cánones establecidos. Un paisaje se define por las fuerzas que en él operan, tiran las unas de las otras y se transforman. Puede llegar a agotar; recordemos que Philip Roth anunciaba en noviembre de 2012 que dejaba de escribir para acabar con esa lucha y ponía al boxeador Joe Louis como ejemplo. El espacio creativo es un territorio donde interactúan el Misterio y su intérprete. Es un templo. En él se invocan los personajes de una historia e intermedia un escritor. Solo ellos pueden decidir los detalles de la geografía que los alentará. En más de una ocasión los personajes son poco claros, salvajes, caóticos. Quizás sean nuevos y necesitan gritar para ser oídos. O asustar, como en el caso de El fantasma de la señora Muir. El escritor está atento y en silencio a la espera del encuentro y del capricho de los personajes, dioses, musas, duendes y genios.

A veces el escritor necesita vivir cerca del horizonte para escucharlos mejor y busca espacios abiertos. En ocasiones, los personajes hablan desde dentro y el escritor se encierra plegándose sobre sí mismo, necesita paredes y grandes altares. Necesita volver al origen. Hay escritores que se zambullen directamente en el misterio de la creación, son los que necesitan menos paisaje. Hay escritores que caminan junto a los ecos sagrados del misterio, son los que buscan las nubes, los árboles y los pájaros porque les hablan. Pero todos, cada uno a su manera, conocen el caos de cerca. Intentan contenerlo demiúrgicamente de la manera que pueden y es un aprendizaje vital, por eso los escritorios cambian de fisonomía a lo largo de los años. El escritorio y su escritor encienden fuerzas telúricas. Es la causa de que la mayoría necesite silencio y así percibir el más mínimo atisbo de ecos, sonidos, roces de placas teutónicas y de las pisadas de sus personajes cuando llegan.

Hay autores monásticos, su escritorio refleja su celda. Necesitan más silencio exterior que los demás porque sus personajes no los dejan en paz. Son austeros a su pesar, es una marca de destino. Susurran su plegaria al misterio de la creación a través de los rayos del sol. O de la luna. Una ventana, una mesa y el cielo. Otros se encierran replegados en sí mismos. Sus personajes les hablan desde sus entrañas. Necesitan más oscuridad y más silencio. Y como al monje zen, la pared les devuelve su aliento.

En el espartano cuartito no había máquina de escribir… El escritor aún iba con regularidad al cuchitril que llamábamos su despacho, en el periódico. Sin ventanas, encajado entre el pasillo de los teletipos y la redacción, tan mínimo espacio era compartido con Domingo Criado, el pintor y dibujante de chistes, que tenía una mesa. Delibes, un viejo escritorio… Los redactores estábamos atentos a su presencia. Cuando le oíamos rebullir en el cuartito siempre alguien decía: “Está Delibes”, y las voces bajaban el tono. María Eugenia Marcos.

Hay escritores malabaristas. Los hay más sensuales que otros. Los hay que necesitan estar lo más cerca del mundo de los sueños. Son los que bucean en los mares del inconsciente junto a la sirenas. Después de los agitados viajes, el cansancio los posee. Son los peor vistos por el resto del mundo porque se les tilda de perezosos. Nadie se imagina lo que es ir y volver a miles de kilómetros de profundidad. Los hay que velan el secreto de la jornada con siete llaves cueste lo que cueste. Incluso alguno se defenderá de los curiosos invocando a sus santos patronos e interponiéndolos como defensa última para que nos ceguemos y no podamos ver absolutamente nada ni curiosear. Hay secretos que se guardan como una tumba. En la imagen que sigue nos encontramos con seis ejemplos. En la izquierda están las camas que sirven de escritorio y en la derecha se nos prohíbe la entrada. La cama blanca con el ordenador portátil pertenece a Cristina Rivera Garza y la entrada del 11 de junio de su blog es el testimonio de que cuanto contamos es absolutamente verdadero. Lo corrobora la cabecera de la web de Antonio Luis Ginés, a quien pertenece la cama de cuadros. La habitación con dos camas y de hotel es por donde deambula Cristina Grande Cristina Grande que en sus escritos se dedica a las criaturas marinas. Berta Vías Mahou confiesa que practica el escondite en sus lecturas y está en la foto del escritorio disimulado, justo debajo de la casa de Antonio Fontana que reconoce en más de una ocasión ser poseído por otros seres. Quien menos aún muestra es Juan Gracia Armendáriz y a quien vemos es a un Onetti que cual mago nos frena en en seco y defiende que no pasaremos mientras ilumina el camino del autor.

El estudio de arquitectura de Andrew Berman comprendió las necesidades de su cliente, una escritora. Son 141 m² en los bosques de Long Island, en el estado de Nueva York. Silencio, líneas simples, soledad. Parece la casa de un pájaro gigantesco en medio del bosque. No se ve fácilmente. Se esconde de la mejor de las maneras: mimetizándose. El espacio ha sido concebido como una estructura simple con una presencia mutable en medio del bosque.

Desde 1967 hasta 1997 la fotógrafa y escritora Jill Krementz inmortalizó a cientos de autores en su escritorio. Random House publicó el libro primero y en 2008 salió a la venta una nueva edición en forma de calendario. En 2008 y 2009 el periódico británico The Guardian publicó una serie de fotografías de los escritorios de los autores de lengua inglesa bajo el título Writers’ rooms, en la que se pueden visitar 116 espacios descritos por los propios autores y mostrados por el reconocido fotógrafo Eamonn McCabe. Por regla general observo que tristemente solemos contentarnos con las listas (de autores más importantes, más sexys, más de los que sea) que pertenecen a la cultura anglosajona. Pero estamos de suerte porque el periodista Jesús Ortega ha creado Proyecto Escritorio para los autores de nuestra cultura y que casi nunca aparecen en las famosas listas tan difundidas. La gran mayoría de imágenes que hemos utilizado en este artículo pertenecen a dicho proyecto y han sido hechas por los propios autores que las acompañan con su reflexión. Hasta ahora hay 95 escritorios por los que deambular y curiosear cuando nos dejan.

Hay quien dice que podría escribir en cualquier sitio, siempre que tuviera a mano un papel y un lapicero. Dudo mucho que yo lograra concentrarme en un sitio cualquiera con un papel y un lapicero. Para escribir, necesito un espacio no muy amplio, a ser posible arropado por libros y por cuadros, en una mesa que no esté vacía, sino provista de libros y papeles, circundándome. Luego necesito un relativo silencio. Miguel Delibes.

D. H. Lawrence escribía debajo de un árbol, Jane Austen apenas tenía una mesa pequeña en medio del salón, Balzac cenaba copiosamente a las cinco de la tarde y se levantaba a medianoche para sentarse en su exiguo escritorio durante dieciséis horas sin hablar con nadie y tomando café sin parar. Carmen Martín Gaite escribía en habitaciones de hotel, Toni Morrison también. Roald Dahl tenía un sillón con una tabla, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta su pasado como piloto de la RAF y alumno de las austeras y muy privadas, a pesar del nombre, Public School británicas, cuya memoria lo marcó de forma importante. Escritorios frente a la pared y frente a una ventana, mesas como altares o como refugio, escritorios monásticos y escondidos. Son territorios vedados a los demás. Son islas en el mar de la creación.

Hay algo de escenografía casi teatral en los lugares donde se escribe, una coreografía de lo propicio de la que uno inconscientemente se rodea. Siempre me han interesado esos lugares –escritorios, mesas, estudios de pintores–, porque tengo la sospecha fundada de que no son ajenos a la propia creación. Que de algún modo forman parte de ella y que, también de algún modo, la explican. Jesús Marchamalo.

Felices lecturas, golosas miradas y nuevas perspectivas.

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