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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Decibelios, bicicletas y malas vibraciones

Tráfico en una ciudad

Marta Peirano

Todos los objetos vibran. El sonido es solo una pequeña parte en una cadena infinita de acontecimientos que comienza cuando un objeto empieza a vibrar en un rango distinto del habitual. A diferencia de las ondas electromagnéticas, las ondas sonoras necesitan un medio que les haga de soporte, al que atraviesen como una perturbación. No todos son iguales. El aire transmite bien las ondas sonoras; el agua las hace rebotar. Nosotros somos un medio que no solo conduce el sonido y lo retiene, sino que también lo procesa como información.

El sonido perturba nuestros cuerpos, alterando sus propias vibraciones. También perturba nuestros cerebros: cuando un sonido hace vibrar nuestros canales auditivos, se convierte en impulsos neuronales que cambian nuestra relación con el espacio y producen una reacción. Cuando un sonido nos atraviesa, ya no volvemos a nuestro estado original. Las ondas sonoras alteran nuestros cuerpos de muchas maneras distintas. Hasta cuando no las oímos.

El oído humano solo escucha frecuencias entre 20Hz y 20kHz, pero es mucho más sensible a los sonidos entre 1 kHz y 4kHz. Nuestro umbral de sensación sonora es mucho más amplio, y una herramienta muy práctica para el control de la población. En 2006, la BBC denunció el uso de un dispositivo de alta frecuencia (19–20 kHz) diseñado para alejar a los ruidosos adolescentes de las zonas más exclusivas de Grimsby, Hull y Lancashire. Al parecer, los adultos no perciben esas frecuencias, pero a los menores de 20 años les produce una extraña molestia. Eso que a menudo, y con precisión involuntaria, se describe como “malas vibraciones”. La gama de frecuencias que no escuchamos ofrece un rango de posibilidades que van de la incomodidad a la muerte. Por debajo de los 20Hz producen mareos y náuseas. A partir de los 700 kHz, los órganos empiezan a fallar.

Numerosos estudios atestiguan que el heavy metal puede matar una planta, mientras que la música clásica la ayuda a crecer. Lo que más les gusta a las plantas son los sonidos de otras plantas. En esto nos parecemos a ellas, actuamos como si fuera al revés. A las perturbaciones que elevan el espíritu, ralentizando el ritmo cardíaco, reduciendo la presión sanguínea y bajando los niveles de hormonas que causan estrés, las llamamos música. A las que nos molestan, ruido. Las que nos ponen enfermos se llaman contaminación. Esta última es la que domina los complejos monstruosos de cemento, vidrio y metal en los que vive la mayor parte de la población mundial.

El último informe de la Organización Mundial de la Salud asegura que la contaminación acústica de las grandes ciudades no es sólo una molestia medioambiental, también es un peligro para la salud pública. De día, el ruido ambiental de los coches nos genera alteraciones en la presión sanguínea y enfermedades cardiovasculares. De noche, el rumor constante de los coches nos impide descansar. El sueño fragmentado tiene un impacto específico sobre la capacidad motora, la productividad y la creatividad. Dormir con la ciudad puesta produce depresión, ansiedad y confusión. También baja las defensas, provoca partos prematuros y engorda.

Para los niños es aún más grave. “Hay una cantidad alarmante de pruebas que conectan el ruido con un mal desarrollo cognitivo en la infancia”, dice la OMS. La exposición al ruido produce déficit en la memoria y fallos en la comprensión lectora, efectos que desaparecen con el silencio ambiental. El informe aconseja proteger las áreas escolares si no queremos perder los mimbres de la próxima generación.

La irritación que nos producen las señales sonoras agudas como las sirenas de la policía, los bomberos o las ambulancias, las bocinas de los coches, el camión de la basura, el tubo de escape de las motos, las campanadas de misa, la jarana de los bares o el taladro de la construcción causan síntomas idénticos al estrés: fatiga, dolor de estómago, caída del pelo y sentimientos negativos que van de la ira a la depresión. La exposición permanente a niveles superiores a 65dB cambia los límites de nuestra percepción acústica, produciendo una pérdida de audición precoz. Una calle principal de Madrid en hora punta puede llegar a los 100. Por no mencionar una afección cada vez más habitual entre los habitantes de las ciudades grandes: tinnitus. Un zumbido misterioso e intratable que puede volver literalmente loco a su portador.

Los coches eléctricos y la canción del verano

La Agencia Europea de Medio Ambiente dice que Madrid es una de las ciudades más ruidosas de Europa, porque supera los límites recomendados durante el día (de 55 a 64 decibelios), aunque también le siguen Vigo y Valladolid. Según las estaciones de medición de ruido del Ayuntamiento de Madrid, las zonas más ruidosas son la glorieta de Carlos V (71dB), los alrededores del metro de Concha Espina (70,9dB), el paseo de la Castellana y el de Recoletos. Como era de esperar, la más silenciosa es el Retiro. No sólo porque haya menos coches. Los árboles también ayudan a reducir la contaminación acústica.

Las medidas que imponen algunas administraciones para reducir el ruido son prescriptivas y, en su mayor parte, tienen que ver con el tráfico: restricción de velocidad y de aparcamiento, ampliación de zonas verdes y calles peatonales, incentivos para los modelos menos contaminantes e infraestructuras para el fomento del uso de la bicicleta y del transporte público. En ese sentido, la bicicleta y el coche eléctrico tienen un impacto potencial incalculable sobre la salud de los cascos urbanos, porque no solo reducen dramáticamente la contaminación acústica sino también el dióxido de nitrógeno, que es mucho peor. En una ciudad dominada por los coches eléctricos y las bicicletas, el ruido del tráfico vendrá del traqueteo de los neumáticos contra los adoquines, que podrían ser cambiados por ese hormigón especial de las autovías suizas. Si se quiere. Irónicamente, prescindir del ruido supone otro problema grave para la salud: accidentes.

El pasado noviembre, el gobierno norteamericano estableció que los fabricantes tendrán que volver a meter el ruido en sus silenciosos modelos híbridos y eléctricos de coche, camión, utilitarios y autobuses de menos de cinco toneladas cuando circulan a poca velocidad para alertar a los desprevenidos viandantes, sobre todo si son ciegos. Su departamento de seguridad vial calculó que un coche eléctrico es 1,18 veces más susceptible de atropellar a un peatón, y 1,51 veces de chocar con una bicicleta que un vehículo tradicional. Por suerte para nosotros, el ruido incorporado no tiene por qué emular al anterior. Por suerte para la industria del coche, podría convertirse en un nuevo reclamo comercial.

“Es importante que los fabricantes de coches tengan flexibilidad para equipar sus vehículos con sonidos lo suficientemente audibles pero agradables al oído”, declaraba la Auto Alliance, la gran asociación que agrupa entre otros a BMW, Fiat, Ford, General Motors, Mercedes-Benz, Toyota, Volkswagen, Volvo y Jaguar. “Es crítico que los requerimientos sonoros no sean tan rígidos como para pedir que todos los coches eléctricos tengan la misma firma sonora”. Pronto alguien hará para BMW lo que Brian Eno hizo para Microsoft. Veremos si el ¿Te gusta conducir? del siglo XXI será un ronroneo perfecto, un chasquido efervescente o el susurro de Scarlett Johansson, la protagonista invisible de Her.

Otras medidas tradicionales son barreras acústicas en autopistas y carreteras o fuentes de agua que enmascaran el ruido, pero lo que más contribuye al bienestar de los ciudadanos es la existencia de zonas verdes en las que refugiarse. Hasta el laboratorio itinerante de BMW-Guggenheim admite que los espacios verdes no solo aumentan la felicidad de las personas sino que cambian inmediatamente su fisonomía: sus sistemas nerviosos se relajan, sus cerebros se despejan, su carácter se dulcifica. Una ciudad más verde no solo mejora la salud de sus habitantes, también los hace mejores. Pero nadie ha dicho que el coche sea una de esas tecnologías tan imprescindibles que van a sobrevivir al futuro. Para empezar, siguen siendo dependientes de los combustibles fósiles. Según la Agencia Internacional de la Energía, el 40% de la electricidad que se consume en todo el planeta viene de quemar carbón.

El arte de afinar la ciudad

De momento, el diseño acústico de las ciudades es un proyecto futurista. Harían falta medidas más severas contra la contaminación acústica para que las ciudades decidan invertir dinero en implementar medidas en lugar de hacerlo en multas. La Directiva de Ruido Medioambiental no ha conseguido callar a las urbes europeas, porque no es obligatoria, ni incluye un calendario de acción específico que se deba cumplir. Por otra parte, le precede una explosión de tecnologías baratas de medición y transmisión de datos en tiempo real.

Planificar urbanísticamente una ciudad desde el punto de vista acústico no significa solo bajarle el volumen a la ciudad, sino eliminar los ruidos que nos enferman y amplificar los que nos sientan bien. El paisaje sonoro (Landscapes), un concepto de ecología acústica desarrollado por el compositor y ambientalista Raymond Murray Schafer en la Universidad Simon Fraser de Canadá, propone estudiar un contexto sonoro específico y reconfigurarlo a conveniencia. “Un paisaje sonoro consiste en eventos escuchados y no en objetos vistos”, explica Schafer. Pueden ser reconstrucciones nostálgicas de una misma ciudad, antes de que llegaran los coches, destacando las huellas sonoras que la hacen única. O la recreación de una ciudad ideal.

Estudios como Arup, que tiene laboratorios de sonido en Los Ángeles, San Francisco y Nueva York, usan simulaciones sonoras que ellos llaman auralizaciones para testar el impacto de determinados desarrollos sobre un espacio concreto, como el impacto sonoro de una nueva línea de metro o una nueva ruta aérea sobre una población. “No tienes que interpretar las tablas de decibelios o los mapas acústicos; simplemente experimentar el diseño escuchándolo, hasta encontrar la fórmula correcta”. Ayudar a identificar quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio. Eso, o esperar a que comercialicen Muzo, el dispositivo portátil que genera una burbuja a su alrededor y la rellena con un delicioso silencio o las reparadoras ondas sonoras de un lejano paraíso tropical.

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