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Escalada contra el activismo climático en todo el mundo: cómo hemos pasado de la multa a la cárcel para los ecologistas

La policía esposa a una manifestante de Just Stop Oil que cortaba el tráfico en el centro de Londres el pasado 6 de noviembre de 2023.

Raúl Rejón

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Penas de cárcel para el activismo climático. A medida que las protestas ante la inacción contra la crisis climática se han hecho más llamativas, los manifestantes han visto cómo los castigos han ido pasando de multas a peticiones de prisión y, finalmente, entradas en la cárcel.

En España, como adelantó elDiario.es este martes, la Fiscalía ha decidido acusar y solicitar una pena de un año y nueve meses de cárcel para 15 activistas de Rebelión Científica por lanzar agua teñida de remolacha a la fachada del Congreso de los Diputados. Les achaca un delito de daños contra los bienes históricos.

Aunque estas personas todavía están a la espera de la decisión del juez sobre si abrirá juicio oral contra ellos, si se mira lo que está pasando en otros lugares, el panorama para los activistas climáticos se torna más sombrío.

Posible brecha con la legislación de Derechos Humanos

El castigo penal de tres y dos años de prisión aplicado en Gran Bretaña a Marcus Decker y Morgan Trowland respectivamente por descolgar una pancarta de un puente y suspenderse en el vacío durante 37 horas –lo que llevó a la policía a cortar el tráfico de la autovía que circula bajo el paso elevado– ha provocado “grave preocupación” al relator de la ONU para los Derechos Humanos en el contexto del Cambio Climático, Ian Fry.

Preocupación por el caso de estos dos voluntarios en particular y porque sentencias así pueden menoscabar el derecho fundamental a expresarse, reunirse y protestar, en general.

Fry remitió una comunicación escrita al Gobierno británico en agosto pasado en la que expresaba su “preocupación respecto al arresto y severidad de las sentencias” de ambos activistas. Y “particularmente porque sendas condenas, que afectan a la libertad de expresión y de libre asociación y reunión pacífica, son más duras que otras previas impuestas en el pasado por este delito”.

Decker y su compañero Trowland cumplen sus penas de prisión por aprovechar el vano del puente Dartford sobre el río Támesis para mostrar un cartel que decía: Just Stop Oil y quedarse allí los dos en unas hamacas flotantes.

Después de ser descendidos y arrestados, los tribunales les condenaron por “alteración del orden público”. El relator de la ONU añadía en su misiva estar “gravemente preocupado” por el efecto potencial que estas condenas podrían tener “sobre la sociedad civil y la labor de los activistas”.

Precisamente, al final del proceso judicial, el Tribunal Supremo británico no solo confirmó sus años de prisión, sino que consideró la sentencia una manera “legítima” de disuadir a otros a hacer protestas parecidas. Decker le ha contado desde su celda a Ballena Blanca que asumió “el riesgo de ir a la cárcel por un tiempo, pero no tenía ni idea de que sería tan largo”.

Ian Fry ha solicitado al Gobierno británico aclaraciones acerca de por qué “ha considerado necesario introducir legislación que limita el derecho de asamblea”. También si las sentencias de Decker y Trowland “son compatibles con la normativa derivada de la Declaración Universal de los Derechos Humanos”.

Nuevo término: ecologismo radical

Mientras el comisionado de la ONU ha insistido en que “la protesta fue no violenta y pacífica”, Marcus Decker, desde su celda, reflexiona que, a pesar de todo, su caso “parece haber dado esperanza a mucha gente y haber servido de inspiración”.

La nueva mirada punitiva que se está desplegando sobre el activismo climático ha tenido un hito en España en las memorias de la Fiscalía General del Estado. El pasado septiembre, la inclusión de la amenaza “ecologismo radical” incrustada bajo el epígrafe Terrorismo puso de uñas a las organizaciones ambientalistas.

La memoria nombraba expresamente a los colectivos Extinction Rebellion y Futuro Vegetal en ese apartado, a pesar de no estar acusados por delitos de terrorismo. Los fiscales argumentaban que habían pasado de acciones “de desobediencia civil no violenta” a otras “de mayor calado” las cuales, evaluaba, “al contrario de las anteriores ya no tienen tanta aceptación y beneplácito en el conjunto de la ciudadanía”.

La memoria desglosaba los detenidos del apartado “ecologismo radical” entre los que incluyó a los 15 activistas de Rebelión Científica que se manifestaron en el Congreso o a los que se pegaron al marco de un cuadro de Goya en el Museo del Prado.

A pesar de que fue la memoria de 2023 la que activó las alertas, la edición del año anterior ya hablaba de “ecologismo radical violento” en el mismo capítulo de terrorismo. Y describía: “En el año 2021 se ha detectado que, con colaboración de militantes extranjeros procedentes de grupos extremistas, han instruido en el uso de técnicas de la clandestinidad”.

La protesta de numerosas organizaciones ecologistas hizo que la Fiscalía se comprometiera a no incluir estos términos en sus futuras memorias.

Se extiende por el planeta

La organización Human Rights Watch (HRW) acaba de remitir, a petición de la ONU, su análisis sobre la situación de los jóvenes activistas (menos de 32 años) en el mundo. HRW ha escogido, precisamente, casos de activistas climáticos en Australia, Uganda o India. Todos protestaban contra los combustibles fósiles. En India, por ejemplo, relatan el caso de un joven voluntario de Fridays for Future al que han acusado de sedición y conspiración criminal. “Los defensores del clima afrontan amenazas en muchos países”, resume la organización.

Pero no es necesario abandonar Europa para rastrear casos. Uno con similitudes al de Rebelión Científica en España: estos días de noviembre de 2023 se está celebrando el juicio contra tres activistas del grupo Ultima Generazione que lanzaron pintura a la fachada del Senado italiano en enero pasado. Aunque los acusados argumentan que solo se tardó dos horas en limpiar el edificio, la acusación ha presentado facturas de limpieza por valor de 40.000 euros. Se les acusa de un delito de daños agravados cuya pena puede llegar a cinco años de prisión.

Precisamente Amnistía Internacional Italia ha denunciado que el país aprobó en julio pasado una ley para endurecer los castigos en materia de sanciones por el deterioro de bienes culturales o paisajísticos. “Un claro intento de criminalizar el activismo ambientalista”, afirmó AI. “Cuando el activismo y la desobediencia civil son criminalizados” –ha analizado Mariapaola Boselli, investigadora de la organización– no solo se acalla a los individuos, sino que se deslegitima a los grupos y la causa por la que se activaron“.

Para contrastar, también en Italia, un tribunal de Florencia absolvió el pasado lunes a tres activistas que habían pegado sus manos al cristal protector de la pintura de Boticelli Primavera expuesta en la Galería Uffizi. Un acto parecido al de voluntarios de Futuro Vegetal con una pintura de Goya en el Museo del Prado. “El delito no existe”, han dictaminado los jueces florentinos. Eso sí, todavía no se podía aplicar la nueva ley sobre la que alertaba Amnistía Internacional.

Gobiernos tan diversos como los de Gran Bretaña, Australia, Canadá, Chile o Guatemala han ido creando diferentes normativas que endurecen los castigos. La relatora de la ONU para los defensores de los Derechos Humanos, Mary Lawlor, ha sostenido públicamente que, “las personas que trabajan para combatir el cambio climático son defensores de los derechos”. La misma Lawlor resumía en el diario británico The Guardian: “Esta gente, que deberíamos estar protegiendo, es vista por parte de gobiernos y empresas como una amenaza que tiene que ser neutralizada. Al final, es cuestión de poder y economía”.

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