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Dónde están los niños muertos en Perpiñán

Monolito memorial a los exiliados españoles muertos en Perpiñán, en el Cementerio del Oeste

Elena Cabrera

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Las palabras de María Zambrano que describen el camino al exilio, por la carretera que enlaza La Jonquera con Le Perthus, son más vivas, explícitas y estremecedoras que cualquier fotografía. Nos habla de una multitud que llega interminable, “como sangre mandada a empujones por un corazón espantado”. Como las imágenes eran en blanco y negro, la filósofa las colorea: “Tiene color de tierra, color de monte derrotado de encina rota a hachazos” en la “terrible mañana gris”. “El río humano que se desborda sobre Francia”, escribió Federica Montseny.

Esa carretera, que hoy en España se llama AP-7 o Autopista del Mediterráneo y en Francia es la A-9, sigue hacia arriba, pasando por Perpiñán. La Zambrano pasó de largo y llegó a París, donde la esperaba su marido, para huir a México, pero otros muchos no pasaron de Perpiñán. ¿Cuántos? Esto todavía no se sabe.

Perpiñán es una pequeña ciudad atravesada por un canal y por las memorias del cine erótico. Muchos catalanes presumen de haber visto Emmanuele y El último tango en París en sesiones de estreno a principios de los años 70. Se podía decir que Lo verde empieza en los Pirineos, como titulaba la película de Vicente Escrivá. Los exiliados de 1939 pensaban que eran otros colores los que empezaban en Pirineos: quizá el rojo y el negro, quizá el morado. Pero no fue así. Francia no protegió a los refugiados españoles como debería haberlo hecho y La Retirada sigue siendo una vergüenza nacional, sobre la que no se quiere hablar mucho. Ni todo el cine S de Perpiñán compensa una de esas gotas de sangre de corazón espantado.

Se sabe que con La Retirada cruzaron los Pirineos, entre enero y febrero de 1939, medio millón de personas. 13.000 de ellos estaban en malas condiciones de salud. ¿Cuántos españoles murieron en Perpiñán, enfermos y malheridos, entre 1939 y 1940? Jordi Oliva, Martí Picas y Noemí Riudor están intentando hacerse una idea.

Fue por casualidad que se toparon con un listado que no había sido tenido en cuenta hasta ahora. A instancias del cónsul español en Perpiñán, se publicó en el BOE un listado de 1.685 nombres que nadie había estudiado: edad, fecha y lugar de nacimiento, estado civil… Los investigadores siguieron la pista que había abierto aquella nómina y, cotejando otras fuentes, manejan ya una base de datos de cerca de 3.000 refugiados fallecidos, ampliando el espacio cronológico hasta el año 1944.

En pandemia, Jordi, Martí y Noemí consultaron todos los archivos online que pudieron, sin moverse de casa. Pero fue hace unas tres semanas cuando al fin pudieron coger la carretera y salvar las dos horas y cuarto que les lleva llegar en coche desde Barcelona. El camino a Perpiñán, una vez más.

Solemos tener expectativas demasiado altas con las ciudades, que unas veces son palimpsestos de la historia y otras estratigrafía histórica. Cuando viajamos a ellas en busca de la cartografía de la memoria, la menos obvia, solemos perdernos, desorientarnos. “La ciudad es un desierto”, dice Jordi Oliva.

Los heridos llegaban al hospital Saint-Jean, que sigue, aunque reformado, en el mismo lugar, en el Haute Vernet, al norte de la ciudad. Pegando a él, muro contra muro, el cementerio de Vernet, que será importante en esta historia. Saint-Jean se colapsó enseguida y tuvieron que habilitarse otros lugares para los heridos españoles, como el Hospital Militar y el de San Luis. Allí se tomaba registro de los nombres completos, sus datos personales, su estado al ingreso y con el alta, el diagnóstico, la causa de la muerte cuando el desenlace es fatal y el contacto de un familiar de referencia.

Este mes de julio lo han pasado los investigadores catalanes, como parte de un proyecto sobre el Coste Humano de la Guerra Civil que actualmente forma parte del Memorial Democràtic, rebuscando en el registro civil y en el archivo municipal. La idea era cotejar la detallada información de los registros de hospital con los libros de muertos de los cementerios pero, para su sorpresa, les prohibieron el paso.

Perpiñán tiene varios cementerios: uno ya lo conocemos, está en Haute Vernet, junto al hospital. Hay otros dos que recibieron inhumaciones en esos años. Uno es pequeñito, el de Saint-Martin, con sus icónicas cruces blancas alineadas en conmemoración de los excombatientes franceses de la primera guerra mundial. Otro es el mayor de la ciudad y el que más inhumaciones alberga de fallecidos españoles, más de 800: el cementerio del Oeste. Los historiadores se tuvieron que convertir en negociadores.

Pidieron ver los libros, pero no les dejaron, aduciendo que era información reservada debido a la protección de datos. Alegaron la incoherencia de poder consultar y copiar los registros del hospital, mucho más detallados. Parece que así avanzaron alguna posición. Gracias a un contacto del Archivo Municipal, finalmente lograron el acceso. Eso sí: no fotos.

El único rastro memorial de este capítulo difícil de las víctimas de la Guerra Civil en el exilio inmediato está en el cementerio del Oeste. Se trata de un pequeño monolito que dice: “A la memoria de todos los que encontraron la muerte en el exilio”. Y una fecha, 15 de octubre de 1944, en el cuarto aniversario del fusilamiento del presidente de la Generalitat catalana Lluis Companys.

Había algo llamativo en los registros del cementerio del Oeste: no había niños. En cambio, el grupo de edad con más incidencia de fallecimiento es el de 0-4 años. Y hasta los 10 años, hay muchísimos niños fallecidos, Oliva no sabe decir cuántos: “Un montón”. La mortalidad infantil era muy alta. Es muy significativo. “La pregunta es, ¿dónde están?”.

Había que buscar en los otros cementerios. Quizás, por la logística propia de los enterramientos infantiles, más pequeños, se los habían llevado a algún lugar en concreto. Pidieron ver los libros de los otros cementerios. Otra vez la negativa. La negociación no les fue tan bien como la primera vez, y lo más que consiguieron fue que una empleada municipal cotejara, durante un fin de semana de trabajo extra, los nombres que ellos les proporcionaban en el archivo del cementerio de Vernet, para ver si efectivamente los compatriotas habían sido allí enterrados. El trabajo, que parecía fácil, no lo fue en absoluto: a los franceses les gusta afrancesar las cosas, e hicieron lo propio con los nombres, de manera que Juan es Jean pero es que Raimundo podría ser cualquier otra cosa. Del tercero, Saint-Martin, no saben nada.

Gracias a la ley funeraria francesa, ya en 1939, las primeras inhumaciones se hicieron bien: en sepulturas decentes, identificadas. Pero a los cinco años, todos los restos mortales no reclamados fueron a parar a un osario. Sobre él, aún se conservan algunas de las lápidas originales, que estaban en otra parte del cementerio, sin explicar quiénes fueron o por qué acabaron allí aquellas personas con nombres españoles.

Para Oliva, ese desierto memorial no ocurre solo en Perpiñán sino en todo el territorio francés. “Forma parte de una memoria que no les interesa”, dice y añade que “desde aquí tampoco se ha hecho lo que se debiera o podría hacer”. Con el material que ellos tienen se podría, por ejemplo, proponer un memorial, hacer un mapa con la ubicación de las tumbas originales, los nombres, sus datos biográficos. Se podría recrear sobre el espacio, se podría hacer viva la memoria, hacer presente, hacer visible, hacer vergel, menos desierto.

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