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Una historia terrible entre las latas de conservas de Muros

Una mujer y sus cuñadas, alrededor de 1965, en un barquito delante de la playa de Rocha, frente a los edificios de fábricas conserveras, en Muros

Elena Cabrera

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Del amurallamiento de Muros no queda nada. Ni siquiera el nombre de esta villa gallega, estratégico enclave marinero de las Rias Baixas, refiere a la fortificación que le hicieron en el siglo XVI, sino a la natural protección y abrigo que le da el Monte Louro. Todo el espacio edificable entre Louro y el mar es Muros, cuyas casas se expanden de norte a sur en el interior de la ría.

Muros tiene su Praia de Castelo, su rúa do Castelo y hasta un gran almacén de materiales de construcción llamado Castillo de Muros, pero no tiene castillo. Y eso que lo hizo el primer marqués de Cerralbo, antepasado –de aquella manera– del que da nombre al museo madrileño. La encañonada fortaleza estaba donde ahora hay una lonja. Tampoco está ya el fortín que desde la cima del Monte Louro les defendía de los piratas. Ni la batería de cañones delante de lo que los vecinos llaman el taller da Seat, donde ahora hay un cruceiro que dice “Sálvanos Señor Que Perecemos”. Para colmo, su Archivo Municipal ardió cuando las tropas napoleónicas arrasaron Muros en 12 horas. 

Muros tuvo pero no siempre retuvo. Su último episodio de esplendor le llegó en el siglo XIX, con más de 30 fábricas de conservas de pescado instaladas en sus alrededores. En 1909, en la salida sur de Muros hacia Carnota, Joaquín Vieta Ros, catalán —como muchos otros industriales asentados en la zona—, instaló su exitosa fábrica de salazón. Habilitó un embarcadero y hasta se hizo construir su propio velero, que hoy sigue a flote. Un siglo después, en ese mismo edificio se seguían envasando sardinas, bajo la marca Conservas Leocadia. Solo fueron unos meses, entre 1937 y 1938, pero en mitad de ese periodo entre las latas de Vieta y las de Leocadia se inscribe la memoria terrible de uno de los campos de concentración de Muros.

A pesar de que en su momento estos campos no se ocultaron, más bien al contrario, sirvieron a la represión con ánimo ejemplarizante, dejando una “fuerte huella en la memoria local”, según el historiador Pedro Pablo Fermín Maguire, a día de hoy “extraña su existencia”. La memoria de la industria conservera se comió la memoria histórica. En 2015, los muradanos lloraron el derribo de la factoría Leocadia, que muchos llamaban simplemente la fábrica de Daniel, y añoraron sus míticas latas de caballas y sardinitas, repintadas con los mismos colores de la bandera española. Era el edificio más nuevo de los tres que formaban el pequeño complejo. En aplicación de la Ley de Costas se revirtió su uso y ahora no hay más que un hueco, con un solado de color rosáceo. En cambio, a su lado, se mantiene en pie el que fuera hogar de los propietarios, una bonita casa de dos plantas que data de 1909. Junto a ella, también queda en pie, semiderruida, la fábrica antigua de Vieta, el lugar que concretamente se usó para la represión franquista. En un futuro próximo se pretende levantar ahí un hotel y restaurante, o esa es la intención de los nuevos propietarios, a pesar de que está dentro de la zona de servidumbre de la demarcación de costas.

Como sardinas en lata

Encuadrando, delimitando, recordando las antiguas torres defensivas, se situaron también ambos campos de concentración. En la parroquia de Serres, en realidad pegando a Muros, al norte, había una fábrica más grande, Anido, propiedad de la familia Romaní, que prensaba unas célebres sardinas. Era un complejo formado por dos edificios. Uno de ellos, el que da al mar, es hoy el restaurante de bellas vistas Casa Anido. Entre ambos edificios, un patio, donde se realizaban las tareas de envasado. Pero en 1936, el patio se usaba para hacer formar a los prisioneros.

Fermín Maguire tuvo la oportunidad de hablar con una muradana llamada Fina do Artilleiro, que conocía ambos campos porque la guerra le pilló siendo ella jovencita. Fina recuerda que los presos de Anido dormían sobre un manto de paja colocado sobre los píos, que eran los depósitos de dos por dos metros, separados por paredes de 20 centímetros y de unos tres metros de profundidad, donde se hacía el salazón del pescado. “Hombre, todavía tenían suerte… no pasaban tanto frío”, le dijo Fina a Pedro. Y así dormían unos junto a otros.

Hace unos años, Pedro Fermín definió el campo de concentración franquista como “el equivalente al CIE de ahora”: personas encerradas en un lugar que dicen que no es una prisión pero que lo parece, sin ser acusadas de nada pero presumiéndoles culpabilidad. El historiador explica que, en Galicia, donde hubo una fuerte represión aunque no hubiera guerra, los campos de concentración se instalaban en lugares donde en los años inmediatamente anteriores había habido de efervescencia política, sindical y cultural del galleguismo. Para amedrentar. Se buscaban ubicaciones que no estuvieran escondidas, sino que hubieran estado presentes en la vida social y cultural del pueblo, porque la concentración busca ser un castigo ejemplarizante. Aunque hoy los hayamos olvidado, en su momento los campos de concentración no pudieron estar más presentes.

Lugar de escapadas

Francisco Abeijón también recogió los pocos recuerdos que se esfumaban en Muros, a medida que los más viejos desaparecían. Quedaban los que, de niños, habían acompañado a sus madres a llevar alimentos a los presos de Anido. No porque tuviesen allí a sus familiares, sino por solidaridad, esperando que otras mujeres, en otros pueblos, en otros campos, también la demostraran con sus propios maridos presos. Abeijón hizo una investigación en el Archivo Municipal de Muros, resurgido tras las cenizas, y gracias a una carta del alcalde pudo saber que en noviembre de 1937, entre ambos campos sumaban 1.300 presos, más del 10% de la población del municipio.

“Los antiguos campos de Muros siguen invisibles”, admite Pedro Pablo Fermín Maguire desde Brasil, donde reside. Una búsqueda geolocalizada en Instagram arroja en la pantalla del teléfono un mosaico de imágenes tomadas en los últimos días donde visitantes y veraneantes se bañan en un mar cristalino, navegan por la ensenada como los antiguos corsarios, se retratan en las estrechas calles de piedra, toman impresionantes panorámicas desde el Monte Louro, posados al atardecer, al amanecer, a las fuentes de pulpo, a los platos de cigalas. “De escapada”, escribe una mujer bajo su selfie. En una de esas capturas, una joven camina bajo una bóveda de piedra. El texto que la acompaña dice esto de Muros: “Ha vivido ataques de piratas, fue destruido por las tropas de Napoleón, reconvertido por empresarios catalanes y ahora enclave turístico. Si por un momento te quieres imaginar que eres Jack Sparrow, este es tu sitio”.

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