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Una pluma blanca para José María Aznar

Aznar en el Congreso de los Diputados

Álvaro Colomer

El 3 de junio de 2010 tuve ocasión de intercambiar algunas impresiones con el doctor Abdul Razak Jalil Alissa, en aquel entonces rector de la Universidad de Kufa (Irak), sobre la época en que el ejército español se acantonó en su campus. Me encontraba en la ciudad santa de Najaf porque estaba documentándome para una novela de no ficción (‘Aunque caminen por el valle de la muerte’, Literatura Random House, 2017) en la que habría de reconstruir, minuto a minuto, la batalla más importante de cuantas ha librado el ejército español en los últimos sesenta años, concretamente desde el asedio de Sidi-Ifni. Me refiero, cómo no, a la Batalla de Najaf.

El rector me recibió con los brazos abiertos. De hecho, se mostró tan entusiasmado con mi llegada que enseguida comprendí que algo no cuadraba. No me equivoqué. Al parecer, alguien le había dicho que yo era un representante del Gobierno español que venía a ofrecer algún tipo de compensación por los destrozos causados en el recinto universitario. Cuando negué mi pertenencia al Ejecutivo y aclaré que solo pretendía obtener su permiso para visitar el campus, se enojó. ‘Vuestros soldados se marcharon y nadie nos indemnizó por el modo en que dejaron el lugar -me espetó airado-. Los edificios están inservibles, las paredes se caen a pedazos, las fachadas continúan tachonadas de balazos’. Balazos. Eso era lo que yo había ido a buscar: los impactos de bala que demostraban que los efectivos enviados por José María Aznar a Irak habían participado de un modo activo en la guerra. Los chicos de la Brigada Plus Ultra II habían combatido, se habían visto obligados a matar y algunos incluso habían estado a punto de morir. Y nadie reconocía esa acción.

La Batalla de Najaf (4 de abril de 2004) enfrentó a trescientos soldados españoles contra un millar de insurgentes del autoproclamado Ejército del Mahdi. Fue una carnicería. Las cifras de iraquíes muertos en combate oscilan según la fuente: desde 30 hasta 400. En el campus universitario, rebautizado para la invasión como Base Al-Andalus, también había militares salvadoreños, hondureños y estadounidenses, así como mercenarios de la compañía privada militar Blackwater. Un miembro del Batallón Cuscatlán II, Natividad Méndez Ramos, falleció en acto de servicio y trece compañeros de su misma nacionalidad, así como tres norteamericanos, resultaron heridos de diversa gravedad. La unidad mecanizada de la Brigada Plus Ultra II, compuesta por cuatro blindados BMR, tuvo que abandonar el acuartelamiento en pleno fragor de la batalla para rescatar a un pelotón salvadoreño que había quedado aislado en el exterior. Sus ocupantes se jugaron la vida, fueron acribillados, tuvieron que defenderse. Hoy muchos de ellos siguen sufriendo pesadillas. Son los veteranos de un conflicto que la semana pasada, durante su comparecencia en la Comisión de Investigación sobre la Financiación del PP, el expresidente del Gobierno se atrevió a negar: ‘España no envió soldados’.

En este país hay hombres y mujeres que todavía conservan en la retina las imágenes del 4 de abril y que han sido silenciados no sólo por los distintos ejecutivos, sino también por los mismísimos ministros de Defensa. En sus ‘Memorias de entreguerra’ (Planeta, 2005), Federico Trillo se pule la batalla en un par de párrafos, y en una conversación que no me permitió grabar, su sucesor en el cargo, José Bono, se refirió a aquel enfrentamiento como ‘un tiroteo sin importancia’. Algunos de los soldados que participaron en dicho ‘tiroteo’ han solicitado un ‘Reconocimiento al valor’ por haberse jugado la vida defendiendo Base Al-Andalus, pero el alto mando ha rechazado la petición en reiteradas ocasiones, obligando a unos cuantos a intentarlo por vía judicial. El Ministerio alega que no se puede dar esa distinción a quien no ha estado en una guerra y, como oficialmente la Brigada Plus Ultra II sólo participó en una ‘Misión humanitaria y de restablecimiento de la seguridad’, no hay más que hablar. Curiosamente, sus superiores, el general Fulgencio Coll y el entonces coronel Alberto Asarta, fueron aplaudidos, aupados y promocionados por su labor, cuando lo cierto es que las opiniones entre la tropa sobre su liderazgo dejan mucho que desear. Eso por no hablar del retrato que Paul Bremer III dibuja en sus memorias ‘My Year in Iraq’ (Simon & Schuster, 2006), en las que ridiculiza de un modo más que cruel las decisiones tomadas por los mandos españoles durante aquella fatídica jornada.

La semana pasada José María Aznar no sólo continuó silenciando los gravísimos conflictos armados a los que nuestras tropas hicieron frente en Irak, sino que incluso negó que hubieran estado allí. Y, mientras tanto, trescientos soldados españoles -no pocos de los cuales han abandonado el ejército por pura decepción- siguen despertando entre sudores. No es difícil suponer que muchos de ellos regalarían una pluma blanca al expresidente español. Una de esas plumas que, en el ejército británico de la sociedad victoriana, simbolizaba lo peor que puede tener un hombre en el campo de batalla: cobardía.

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