Bután suele ser mencionado en nuestra reflexión social a cuenta de su inspirador índice de “felicidad interior bruta” (como alternativa al PIB) u otros rasgos de su economía alternativa. Pero hoy quisiera llamar la atención sobre otro rasgo singular de este pequeño país adyacente al Tíbet. Bután alberga la montaña más alta del planeta no hollada por ningún ser humano.
Qué desafío, ¿verdad, montañeros y montañeras? Se trata del Gankar Punzum (el Pico Blanco de los Tres Hermanos Espirituales, se nos dice que habría que traducir el nombre de esta montaña al castellano), una cima del Himalaya que ronda los 7.570 metros de altura. En 1994 se prohibió en Bután escalar montañas más altas de seis mil metros, para no perturbar a los dioses y espíritus que, según conjeturan en aquel remoto país asiático, podrían morar allí (la religión local es el budismo vajrayana). En 2003 parece que se prohibió el montañismo en general.
El contraste con la mentalidad occidental de conquista no podría ser mayor… Como es sabido, la razón que dio el eminente escalador Edmund Hillary para explicar su deseo de ascender al Everest (domeñado por fin en 1953) fue: “Porque está ahí”. Citius, altius, fortius (“más rápido, más alto, más fuerte”) es la frase pronunciada por el barón Pierre de Coubertin en la inauguración de los primeros Juegos Olímpicos de la Edad Moderna (Atenas 1896); también es un buen lema si se trata de captar la hybris del capitalismo desembridado. No se pueden reconocer límites a los empeños humanos, ya sean razonables (eliminar la pobreza), cuestionables (maximizar el PIB) o contraproducentes (establecer una base en Marte). No limits, nos martillean esos versículos sagrados que propina a todas horas la propaganda comercial metropolitana. Que siga la juerga…
Pero una sociedad sustentable, si tal cosa llega a existir a partir de la nuestra, será también una sociedad donde –al contrario de lo que sucede en la insostenible sociedad consumista de hoy— la gente sepa aburrirse, soportar la frustración, aceptar la tragedia y hacer frente a la muerte. Será una sociedad donde cada uno y cada una puedan estar sosegadamente a solas, dentro de su habitación pascaliana, sin sentir una angustia insufrible o un vacío insoportable.
En efecto, precisamos una revalorización de la contemplación frente a la acción. Suelo llamarlo el problema de Pascal, evocando aquel conocido paso de sus Pensées donde el filósofo y matemático francés escribió: “He descubierto que toda la desdicha de los hombres proviene de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo, dentro de una habitación” (fragmento 139 de la edición Brunschvicg).
En 2014, un curioso estudio científico (publicado en la prestigiosa revista Science) llamó la atención del mundo entero: investigadores de las universidades de Virginia y Harvard mostraron que cuando se dejaba sentaditas y solas consigo mismas a las personas durante quince minutos sin “distracciones” (noción eminentemente pascaliana), aparte de una máquina para administrar descargas eléctricas, ¡nada menos dos tercios de los varones y una cuarta parte de las mujeres elegía la electricidad frente a ese ratito de soledad! La diferencia entre varones y mujeres la atribuían los psicólogos al hecho de que los hombres tienden a ser más “buscadores de sensaciones” que las mujeres (Véase James Vincent, “We’d rather give ourselves electric shocks than be alone with our thoughts, says new study”, The Independent, 4 de julio de 2014).
Así que ya ven ustedes si tenía razón el viejo Pascal: ¡la ausencia de teléfono móvil, tableta, reproductor de música o libro resulta más difícil de gestionar que electrocutarse! O disponerse a conquistar el Everest… Todo antes que plantearnos la posibilidad de no subir a las montañas más altas –como esos budistas extremistas de Bután.
Nicolás Maquiavelo escribió: “Los apetitos humanos son insaciables, pues por naturaleza estamos de tal modo constituidos que no hay nada que no podamos anhelar. Pero por fortuna somos de tal manera que de estas cosas no podemos conseguir sino pocas. La consecuencia es que la mente humana se halla perpetuamente descontenta, y es proclive a cansarse de sus posesiones”. ¡Hoy, en la era de la tecnociencia, no puede consolarnos ya el “por fortuna somos de tal manera que de estas cosas no podemos conseguir sino pocas”: nuestra condición se ha agravado adicionalmente! Como advertía el poeta estadounidense William Carlos Williams, “el hombre ha sobrevivido hasta aquí porque era demasiado ignorante para poder realizar sus deseos. Ahora que puede cumplirlos, debe cambiarlos o perecer”.
“Todos los pecados son intentos de colmar vacíos”, decía Simone Weil. “Nunca estamos en casa”, decía Montaigne, “siempre estamos más allá”. ¿Seremos capaces de confrontarnos de forma productiva con el vacío, y de quedarnos sosegadamente en casa en vez de perdernos casi siempre en el allende? ¿No hay algo muy inmaduramente adolescente en esa dinámica que parece tan connatural a la cultura occidental? La verdadera prueba de la sustentabilidad es probablemente la habitación de Pascal. Sin saber estar a gusto con nosotros mismos en los momentos de soledad e inacción, sin la capacidad de reorientar el tedio hacia la exploración interior, sin cierta destreza en las artes de la imposibilidad y del vacío, cabe anticipar que nos faltarán los fundamentos emocionales y culturales para edificar una sociedad sustentable.
La finitud de la biosfera debería constantemente reenviarnos a una reflexión sobre la finitud humana. La crisis ecológico-social que hoy afrontamos es una oportunidad (quizá la última, por desgracia) de afrontar el aprendizaje que de verdad importa: qué significa ser humanos, cómo con-vivir humanamente sobre esta Tierra. Frente a la hybris del capitalismo y la tecnociencia que Occidente ha inoculado a la cultura global, el movimiento de autocontención de Bután resulta ejemplar.