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¿Abandonar el buenismo?

Una voluntaria de Cruz Roja consuela con un abrazo a un hombre recién llegado en patera.

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Alguien decía en Twitter, en la dolorosa resaca de las elecciones andaluzas del 19 de junio de este año: “O la izquierda abandona el feminismo y el buenismo o no vuelve a ganar unas elecciones”. El buenismo, como se sabe, incluye el ecologismo, el animalismo, la crítica anticolonial y algunos ingredientes más. Se nos insta, desde diferentes lugares, a deshacernos de lo que serían escrúpulos morales de poco peso para volvernos eficaces en política.

¿Qué está en juego? ¿De verdad se trata de lujos morales para narcisistas entregados a “cultivar su estampita de seres de luz en un mundo sin historia”, como se nos sugiere más de una vez en los acalorados debates del “Twitter de las izquierdas”? Voy a proponer una breve reflexión centrada en las cuestiones ecológicas.

Hay dos supuestos erróneos en las admoniciones de “buenismo” e irrealismo que se dirigen muchas veces contra los movimientos ecologistas; el primer error con más elementos fácticos y el segundo con más elementos normativos. Veamos.

A) La crisis ecológico-social no es para tanto; aún disponemos de bastante tiempo para reaccionar. Este supuesto erróneo no termina de captar la situación básica en que nos encontramos: extralimitación ecológica (overshoot es el término clave en inglés). Pero nos hallamos en un tiempo de extrema emergencia (un tiempo de descuento, he dicho ya otras veces), y aquí lo único que cabe replicar es: estudie usted. Atienda a los resultados que ponen sobre la mesa climatólogos, ecólogas, geólogos, físicas termodinámicas, zoológos, biólogas de poblaciones, edafólogos, hidrólogas, etc. Trate de hacerse cargo de la realidad biofísica en que se encuentra Homo sapiens en el tercer planeta del Sistema solar (más allá de las realidades sociopolíticas que sin duda merecen también nuestra atención). Un texto breve para adentrarse en esa reflexión podría ser éste.

B) El antropocentrismo está justificado. Si en el primer error dominan cuestiones de hecho, podría parecer que éste es un asunto puramente normativo. Vivo en el seno de una cultura que me enseña que lo único que de verdad cuenta moralmente son los seres humanos: ¿por qué debería desafiar ese poderoso supuesto cultural, alejándome con ello de las mayorías sociales sobre las que quiero influir políticamente? Bueno, sucede que el antropocentrismo –como suele repetir la profesora Marta Tafalla de la UAB– no es sólo un grave error ético (que convalida formas de dominación que deberían cuestionarse), sino también un fallo cognitivo. El antropocentrismo nos impide apreciar bien cuál es nuestra verdadera situación en el cosmos y –sobre todo– en la biosfera del planeta Tierra; y así nos induce a tomar malas decisiones. Decisiones contraproductivas que se vuelven contra nosotras mismas: el calentamiento global no es sólo el mayor “fallo del mercado” de la historia humana, como se ha dicho alguna vez, sino un testimonio de ese extravío ontológico donde nos encontramos. Tratar de dominar demasiado, como he argumentado otras veces, se vuelve en contra del propio dominador (se podría hablar aquí de “efecto bumerán”). Me he ocupado de esto en el capítulo sexto de mi libro Simbioética (“Dejar de comportarnos como extraterrestres en el tercer planeta del Sistema solar”).

Dos errores graves, por tanto: ni podemos dar por bueno el antropocentrismo, ni nos hallamos en un “mundo vacío” (en términos ecológicos: un mundo con mucha naturaleza y pocos seres humanos) como era el caso hasta ayer mismo. En un “mundo lleno” o saturado ecológicamente (un mundo con muchos seres humanos y poca naturaleza), decisiones que hasta ayer podían parecer éticamente indiferentes cobran un sentido nuevo. Traer una nueva vida humana al mundo, por ejemplo, no significa lo mismo si hay sobrepoblación que si no la hay (un asunto delicadísimo al que me he aproximado aquí. Comer carne no significa lo mismo si somos un millón de Homo sapiens que si somos ocho mil millones.

La manera hoy más común –y sin duda banal, pero dominante– de concebir las libertades individuales las identifica con libertades para desplazarse, consumir y poseer. Es evidente que el significado de tales libertades cambia mucho en el tránsito de un “mundo vacío” a un “mundo lleno”. En un “mundo lleno” (saturado ecológicamente) y en emergencia climática, restringir la libertad de poseer y utilizar automóviles privados, por ejemplo, no es tanto privar de derechos a los automovilistas como defender el derecho de todos los seres humanos (presentes y futuros) a un planeta habitable . Debería quedar claro que el segundo derecho es más importante que el primero y ha de prevalecer sobre él. A menudo se pide libertad a pesar del daño a otros, y en muchos casos esto se convierte en libertad para dañar a otros. Hemos de afirmar con rotundidad que esa libertad no es admisible.

La noción de libertad filosóficamente más interesante es la de libertad como autonomía. Así, por ejemplo, Jean-Paul Sartre indicaba que ser libre no significa obtener lo que uno desea, sino determinar por sí mismo lo que uno desea. Pero en cuanto nos damos cuenta de que –como una cuestión de hecho– somos interdependientes y ecodependientes en un mundo integrado por sistemas complejos, entonces se sigue de inmediato que, para animales sociopolíticos como nosotros, la autonomía sólo puede ser autonomía colectiva y autonomía compartida.

El viejo Epicuro ya sugirió hace veinticuatro siglos que nada resulta suficiente para quien lo suficiente es poco. Los marxistas –con conciencia de especie– John Bellamy Foster y Fred Magdoff insisten atinadamente en que un sistema socioeconómico global organizado en base a “lo suficiente es poco” está destinado a destruir finalmente todo lo que lo rodea, incluido a sí mismo. El capitalismo se autodestruye –lo cual no es ninguna buena noticia, si tenemos presente que en el proceso se lleva el mundo entero por delante.

En fin, apreciado lector, estimada lectora: cuando le vengan a usted con el recurrente sermón cotidiano contra la izquierda buenista y moralista, sepa que casi siempre la diana de la diatriba es cualquier intento de ética colectiva que pretenda limitar la libertad individual (modulada por el poder adquisitivo) a hacer lo que a uno le dé la gana sin tener en cuenta a los demás. Y que esa idea truncada y jibarizada de libertad no lleva lejos. La cuestión clave es darse cuenta de que las libertades de algunas personas afectan a las libertades de otras (seres humanos y no humanos), dado que somos esencialmente interdependientes (y ecodependientes). Siempre lo hemos sido, pero en un “mundo lleno” (ecológicamente saturado) lo somos de manera aún más intensa y perentoria.

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