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La cooperación como terapia. ¿Quién coopera con quién?

Ayudas para cooperación al desarrollo. Foto: UCLM

Economistas Sin Fronteras

Sara Rueda —

Hace dos semanas recibí una visita. Estaba intentando dormir la siesta cuando de repente sonó el timbre. Me desperecé y me acerqué a la puerta, con los ojos entreabiertos y el tejido de la almohada todavía tatuado en la mejilla. Miré por la mirilla antes de abrir, y al hacerlo me sorprendió encontrar a dos personas vestidas con ropa algo inusual.

Se presentaron, me contaron que formaban parte de una asociación de cooperación al desarrollo y que venían a verme para ayudarme a tener una vida mejor. Se trataba de un hombre y una chica joven. La chica tenía la piel tostada y llevaba una trenza muy larga que le rozaba la cadera, sobre la que descansaba un bebé enrollado en una tela llena de colores.

El hombre se presentó como el coordinador del programa de cooperación. Durante quince días conviviría con la chica, quien me ayudaría en todo lo que necesitara mientras compartía mi rutina y la de mi familia, ellos sufragarían todos los gastos. Sin nada que perder, acepté apuntarme.

Al día siguiente la chica se presentó en casa con su bebé y una pequeña mochila con algo de ropa y collares, hechos con semillas que nos regaló como obsequio por la hospitalidad. Le enseñé su habitación y la invité a descansar del viaje. Bajé las persianas y me retiré con su permiso.

Cuando me desperté, preparé el desayuno para la chica. Cuando apareció en el salón, el café ya estaba frío. Me dijo que había perdido la noción del tiempo porque la habitación estaba muy oscura. “¿Cómo hacéis para medir el tiempo sin ver el sol?” Le dije que usábamos despertadores y le resultó gracioso que utilizáramos un sonido tan estridente para empezar el día, con lo sencillo que era despertarse con el sol.

Al acabar de desayunar, nos pidió un barreño. Se lo di, y le pregunté para qué lo necesitaba. Dijo que quería asearse y lavar a su bebé. Le dijimos que podía utilizar la ducha o el bidé si le resultaba más cómodo. Nos dijo que el agua brotaba demasiado fuerte y que un barreño sería suficiente. “¿Hace cuánto que no llueve?” No supimos contestar, del grifo siempre sale la misma cantidad.

Los siguientes días fueron una sucesión de pequeñas revelaciones. La chica percibía nuestra realidad a través de una lente teñida de niñez y honestidad. Cuando fuimos al supermercado, dijo que nuestras frutas y verduras vivían en cautividad, atrapadas en telas brillantes que acababan flotando en ríos y mares. Otro día, mientras caminábamos, se paró al descubrir una brizna de hierba surgiendo entre dos baldosas. Empezó a reír y nos contagió la risa, imaginando el comentario que diría después. “¡Vuestras plantas no viven, sobreviven!

Al llegar a un parque, le llamó la atención un cartel que decía “prohibido pisar el césped”. Nos preguntó por la razón de regar un césped que no daba fruto ni se podía disfrutar con los pies descalzos. “Es para decorar” le dijimos poco convencidos. Nos dijo que teníamos muchas cosas “para decorar”. Había visto muchas fuentes bonitas en las que no podías refrescarte si hacía calor, o beber si tenías sed. “Vuestras casas son muy bonitas, vuestras ciudades también. Tenéis muchas cosas, pero muchas solo son para decorar”.

Pasadas las dos semanas, la chica recogió sus cosas y se marchó igual que vino, con su bebé cargado a la espalda. Su sinceridad y sencillez se quedó con nosotros, al menos por ahora, cuando todavía nos sorprendemos pensando como ella lo haría. Sin quererlo, su visita nos ha limpiado la lente con la que miramos al mundo, al que ahora vemos más claro y de frente.

Si la cooperación hiciera honor a su definición, esta historia sería una experiencia y no un relato. Hace algunos meses solicité participar en un programa de becas al desarrollo. Como tantos otros recién graduados en situación de incertidumbre vital, me prescribí la terapia de la cooperación internacional. Dos semanas después de acabar la universidad, estaba huyendo hacia el otro lado del Atlántico, gracias a mi pasaporte europeo y la financiación de la Comunidad de Madrid. Durante seis meses conocería la realidad de la intervención en terreno y trabajaría mano a mano con comunidades rurales.

En la práctica, me topé con contradicciones que me hacían dudar de la eficacia del programa.  El voluntariado nace de la voluntad, que se trata de la elección de algo sin la obligación de un impulso externo. Por tanto, si nadie nos obliga a intervenir, ¿es legítimo entremeterse en vidas ajenas? ¿Podemos presentarnos en una casa y llamar al timbre a la hora de la siesta? ¿Es jerárquica la ayuda? ¿Ayuda el más fuerte al que considera más débil? ¿Ayudamos para creer que nosotros no necesitamos ayuda? ¿Ayudamos para convencernos de que a nosotros nos va mejor?

El voluntariado se viste con el disfraz de lo gratuito, a caballo regalado no se le mira el diente. Si a este aspecto se añade toda la mística del cooperante como alguien generoso, idealista, valiente y de mente abierta que quiere cambiar el mundo, los programas de cooperación parecen especialmente susceptibles de caer en la autocomplacencia. Pero si lo que queremos es promover el desarrollo de sociedades honestas en las que construirnos libremente, la sinceridad debería primar ante la corrección política y el buenismo institucional. Debemos desarrollar perfiles profesionales humanistas que promuevan intervenciones coherentes en educación, sanidad e infraestructuras básicas. Personas con formación especializada que trabajen en igualdad de condiciones y sepan ceder el protagonismo a los actores locales.

Sin embargo, mandamos a jóvenes y personas en momentos de cambio personal a países en desarrollo como si se tratara de una terapia de la que volverán transformados y transformarán a otros. Pero la irrupción en la rutina de otras personas como nosotros debe hacerse con cuidado y, sobre todo, con consciencia. La cooperación se define como el obrar juntamente con otros, el trabajar a un mismo tiempo. Si realmente quisiéramos equilibrar la balanza, nosotros también nos someteríamos al juicio de la lupa de otra cultura. Sin embargo, pasados los seis meses volví a España, encontré trabajo y seguí viviendo. Para recibir la visita de quienes conocí, necesitarían tramitar un visado, abrir una cuenta bancaria y contar con la aprobación de extranjería. Al contrario que en el relato, ninguna mujer de las que conocí en los Andes llamará a mi puerta para dejarme ver mi realidad a través de sus ojos. Mirándonos bien, nosotros también necesitaríamos un buen voluntariado. 

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.

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